“Estudiante de Ingeniería Industrial con inglés de Cambridge se ofrece para dar clases de Física, Química, Diseño Técnico, Inglés y Matemáticas a alumnos de ESO y Bachillerato, particulares o en grupos”.
En la marquesina del autobús donde esperaba colgaba este cartel, del que salían varias tiras con el teléfono de la interesada, de las que ya habían arrancado una. Ella es Susana, la profesora que viene a casa a darle clases a mi hija Ana de Inglés, y en ocasiones de Matemáticas.
La conocimos a través de una amiga de Ana que estaba dando clases con ella desde el curso pasado. El precio que ofrecía, 18 € por hora y media, nos pareció más que razonable. Cuántos han venido antes que ella a dar lecciones a mis hijos que han sido más caros y han resultado menos eficientes.
Susana, no sé si porque ha estudiado en el instituto británico o por su educación, tiene siempre una puntualidad meridiana. Y no precisamente porque viva cerca, no está lejos de nuestro barrio pero cerca tampoco. Aparece puntual, incluso a veces un poco antes. Como viene tan pronto a mí me toca comer en mi habitación, sentada en la cama con la mesita plegable, para no molestar.
Siempre sonriente, altísima, estilizada, con su pelo largo y liso y un flequillo que le da un aire infantil, su ropa moderna, estilosa y original. En dos zancadas se presenta en el salón de casa, deja su mochila sobre la mesa, la abre y empieza a sacar todo tipo de cosas. No sé cómo le cabe todo eso en un sitio así, pero como es tan ordenada sabrá colocarlo aprovechando el espacio al máximo. Susana parece una niña buena pero a la que no se le escapa nada, con un aire entre inocente y pícaro.
Su voz es alta y habla mucho además, es incansable. Tiene que ser agotador venir de la universidad, a la que va por la mañana, hasta las casas de sus alumnos. Además, si la ocasión lo requiere y no tiene clases después, se queda más tiempo y no quiere cobrarme nada, aunque yo le suelo pagar un poco más, a pesar de sus protestas. Me maravilla la claridad de sus ideas, cómo planifica los temas que va a explicar, lo metódica que es, lo constante. Puede resultar un tanto repelente en sus ademanes y su forma de expresarse, pero es que es la típica empollona de toda la vida que además es enrollada.
A pesar de que nunca quiere nada de lo que le ofrezco, Ana se empeña en poner sobre la mesa una jarra de agua y dos vasos, que llena, aunque la profe ni siquiera lo toque. Yo creo que lo hace para tocar las narices, ya que aunque disimula sonriente, en el fondo a mi hija no le apetece nada ese esfuerzo añadido que tiene que hacer.
Solemos hablar un poco en el descansillo, cuando está esperando el ascensor para marcharse. Me ha contado que está en el último año de carrera, que estudia en la Juan Carlos I, que ahora tiene que hacer un máster, que tiene novio, que su hermana ha tenido su 2º hijo hace poco, que le gusta viajar al extranjero, etc. A veces le pregunto sobre dudas que me surgen, porque confío mucho en su criterio, como la elección de una universidad pública o privada, o la posibilidad que se barajó hace tiempo en los medios de comunicación de que haya que pasar por un examen en cada universidad a la que se quiera acceder.
A ella no le parecía bien, porque si pones varias opciones en tu solicitud tienes que hacer varias pruebas y además desembolsar un dinero con cada una. Cree que el sistema educativo cada vez está más complicado en lugar de ser cada vez más sencillo, y costoso, en lugar de ser gratuito como en otros países. Dinamarca, Finlandia y Suecia nos toman la delantera en esto, como en casi todo lo demás. Esa es una señal del grado de civilización de un pueblo.
Cuando me lamenté de lo difícil que es sacar el Bachillerato a los que se quedan en el instituto en el que estudia Ana, ya que es lo próximo que va a hacer ella, dijo que tenía amigas que habían estudiado allí, gente muy válida que sin embargo tuvo que irse a otros centros para no sufrir el machaque de este lugar, excesivamente rígido, que puntúa por debajo de lo normal. En Selectividad siempre hay un alumno de este centro que saca de las mejores puntuaciones, sino la mejor, de la Comunidad.
Tan sólo tuvimos un pequeño problema cuando Ana empezó a no querer dar clase y le daba mucha pereza cada vez que tenía que venir Susana. Siempre estaba cansada, o tenía otras cosas que estudiar, y lo malo es que lo decidía con poca antelación, hasta que un día la profesora decidió hablar conmigo por teléfono directamente, en lugar de comunicarse por Whatsapp con Ana como suele hacer. Y ahí me sorprendió su carácter y determinación: al verla habitualmente tan risueña y dicharachera nunca hubiera creido que tuviera tanto genio.
Me explicó, muy educadamente, que ella dependía de sus clases para sus gastos, y que si se la avisaba con poco tiempo no podía planificarse la tarde de otra manera. Además hizo hincapié en la necesidad de ser constante con la materia, de no perder clases, porque tampoco contamos con mucho tiempo y el curso sigue, ajeno a nuestros vaivenes. Sentí vergüenza por no haber reparado en todo esto, por el comportamiento de mi hija y el no haber tomado cartas en el asunto, cansada como suelo estar después de una jornada de trabajo y confiada en las razones de Anita, que no siempre merece tal confianza.
A veces obramos a la ligera sin darnos cuenta del perjuicio que podemos hacer a otros. Me disculpé, por supuesto, y le dije que nunca volvería a pasar. A Ana le advertí que si no quería profesora prescindiríamos de ella, pero no podíamos jugar con la vida de los demás. Ella dijo que sí la necesitaba, y desde entonces no ha vuelto a poner pegas. Incluso atisbé una sonrisilla en su cara cuando pasó todo esto: no hay nada que más le guste que que estén pendiente de ella y llamar la atención, con lo que sea. También hizo su apostilla: la profe tiene un gran afán recaudatorio. Nadie trabaja por amor al arte, pero creo que esa no es su única motivación.
No sé si seguirá con nosotros el próximo curso, pero no me importaría. Es lo que suele llamar mi madre, un mirlo blanco. Esperamos tener Susana para rato.
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