Parece que la abdicación de D. Juan Carlos llevaba consigo consecuencias que a la mayoría se nos escapaban. No se trataba únicamente de ceder el trono a una nueva generación, sino que quedaban puestas al descubierto ciertas miserias que con su presencia estaban a buen recaudo. No me extraña que le costara tanto dejar el cargo. Ha sido dejarlo y destapar la caja de los truenos. Los buitres siempre están al acecho para estas cosas. El festín de los carroñeros, un banquete real.
1º lo de su inmunidad ante la Justicia. El acelerado proceso de su aforamiento es un intento descarado de evitarle males mayores. Desconocía que el hecho de abdicar le dejara al mismo nivel que el resto de los ciudadanos en este sentido. Aunque, como se suele decir, el que nada malo hace nada malo tiene que temer, y con él parece que sí había que tomar precauciones, por lo que pudiera venir.
Luego lo de su presunta paternidad. A qué famoso no le ha salido algún hijo extramatrimonial al cabo de los años. En el caso de D. Juan Carlos estaban esperando a que dejara de ser rey en funciones para reclamarle una responsabilidad que, por otro lado, es muy borbónica: cuántos son los hijos naturales (lo de bastardos suena mal hoy en día, aunque naturales se supone que somos todos, no somos artificiales) que ha tenido esta dinastía a lo largo de la Historia. Pero lo que hace décadas tenían a gala ahora es ahora un pecado más que mortal. No reconocer a un hijo o desatenderlo no es exclusivo de los Borbones, pero la ética de la sociedad se ha vuelto mucho más puritana curiosamente que antaño, y con razón: semejante ejercicio de inhumanidad e irresponsabilidad no se concibe en un monarca, y menos en el s. XXI.
Y es que a D. Juan Carlos además le han salido por partida doble: una mujer belga y un catalán. No sé si será falso todo esto pero desde luego los que acostumbran a ser infieles deberían tener más cuidado cuando meten su llave en según qué cerraduras. Y es que cuando la lujuria te ciega las precauciones se olvidan.
Lo malo de nuestra monarquía es que hasta ahora creía que podía ejercer todos sus derechos como antiguamente, menos el de gobernar, y porque la Constitución se lo impide. Antes el rey hacía y deshacía, guerreaba y tomaba decisiones de Estado, campaba por sus respetos en todos los sentidos. Los poderes se le sometían, y la última decisión en todo la tenía él. Por eso la realeza es un residuo del pasado que actualmente ya no tiene mucho sentido, mera figura representativa en países extranjeros y protocolaria en determinados momentos contemplados constitucionalmente.
Los deslices extramatrimoniales están a la orden del día a todos los niveles, siempre ha sido así, pero en cargos como estos se pide siempre un decoro y una honorabilidad que pocos están dispuestos a tener. El hábito no hace al monje, vamos.
Después está el problema de la infanta Cristina, que ahora parece desprotegida sin la alargada sombra de su padre para ayudarla. En el periódico de hoy se dice que su juicio sigue adelante y que la condena máxima es de 16 años. Reinando su hermano, cuya sombra no es ni mucho menos alargada, la maquinaria judicial avanza echando humo. La plebe, reunida junto al cadalso como en tiempos del Rey Sol, espera ansiosa de sangre el ajusticiamiento, como una forma de venganza ante las desigualdades sociales: por qué unos viven a lo grande mientras la inmensa mayoría pasa penalidades. El eterno dilema, la Historia repitiéndose a sí misma.
La inmunidad parlamentaria llega a aquellos a los que la Constitución ha señalado, grupo restringido aunque no selecto del que se excluyen ciertas figuras cuando cambian de estado. D. Juan Carlos ha perdido muchas cosas en este sentido, la dignidad entre ellas, aunque ya no la tenía cuando ejercía el cargo. Qué será lo que venga a continuación, la sucesiva aparición de males sin fin, y no me refiero a los de su quebrantada salud. Se cosecha lo que se ha sembrado, y parece que pesan más sus errores que sus aciertos, después de todo el trabajo realizado a los largo de más de 3 décadas de reinado. Los árabes le echarán de menos. Nosotros le debemos recordar por lo bueno que hizo, no sólo por lo malo. Ya que hablamos de justicia, seamos ecuánimes.
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