Dando un paseo tras el desayuno, subiendo por la
Gran Vía, encuentras un edificio moderno que, a simple vista, se confunde con
el resto de los edificios de oficinas que llenan la calle, salvo por una gran y
sencilla cruz de hierro oscuro que está situada en la fachada.
Es el Oratorio de Caballero de Gracia, situado junto a unos Juzgados de lo
Social, cuya entrada principal es tan pequeña y sencilla que pasa desapercibida. Y como no sabía muy bien en qué se diferenciaba un
oratorio de una parroquia o una iglesia, hallé en Wikipedia una definición: parte de
una casa o edificio público que dispone de un altar para orar y donde se puede
celebrar misa.
Pero un lugar de estas
características tiene algo especial, por lo recoleto. Nadie diría, viéndolo
desde la calle, que hay un espacio de estas dimensiones en su interior. La
bóveda situada sobre el altar tiene cristaleras que dejan
pasar una suave luz y unos frescos muy bellos, y el altar está presidido por una Última Cena, estrecha, bella y original,
hecha con un collage de cristales de colores. Al fondo grandes cortinas
cubren la salida trasera, sobre la que se yergue un hermoso órgano de viento,
en un pequeño coro. A los lados pinturas antiguas rematadas en la parte
superior en un arco, todas con motivos religiosos, se encastran en las paredes.
El confesionario es tan pequeño que a duras penas tiene sitio el sacerdote para
moverse, por lo que tiene que dejar abiertas las puertas delanteras. A ambos lados del pasillo principal se yerguen columnas imponentes.
Aunque hace años que no oigo Misa
habitualmente, de vez en cuando me gusta recogerme en uno de estos lugares
sagrados y rezar, meditar, o simplemente dejar vagar la mente sin rumbo fijo,
sin fijarla en nada concreto. Resulta reconfortante poder ver, aunque sea por enésima vez en t.v., Ben
Hur, una película que siempre pensé que volvía creyente al que no lo era, y
al que ya creía aumentaba en varios grados su fe. Me detuve a contemplarla un rato,
cesando en el incesante zapping que me es habitual, dada la escasa calidad de
la programación, porque siempre es un bálsamo para el alma, y noté cómo mi hijo
Miguel Ángel se detenía a escucharla, desentendido del resto de artilugios
electrónicos con los que suele pasar el tiempo. Acostumbrado a las bellas
palabras del film desde su infancia, aquellas imágenes y aquella música
llenaban también su espíritu, y le traían emociones que viven en él aletargadas
pero que de vez en cuando afloran en cuanto se les presenta el estímulo
adecuado.
Cuesta creer que haya quien nunca
haya experimentado el fervor religioso en la medida que sea, grande, pequeño,
algo. Esa paz que te invade con el relato de los hechos bíblicos, que son la
base sobre la que se asienta nuestra existencia en todos los sentidos y la
fuente sin fin de la que mana nuestras ganas de vivir y el sentido de todo lo
que nos rodea, no se consigue con ninguna otra cosa. Yo en mi infancia y
juventud tenía un constante diálogo interior con Dios, el único compañero que
me reconfortaba en mis momentos de soledad. Puede que se parezca al “amigo imaginario” que
tantos niños inventan cuando se sienten solos, aunque evidentemente esto era
algo más que eso. Cuando dejé de establecer ese diálogo con lo divino, que fue
al casarme y después con mi divorcio, hallé 1º la desesperanza durante el
matrimonio y después el “horror vacui” con la separación, que remató el hastío
de mi alma y me hizo tocar fondo en lo espiritual y en todo lo demás. Retomar
lo religioso, aunque en realidad nunca lo haya abandonado, es mi tabla de
salvación como ser humano, la de todos.
El Oratorio de Caballero de
Gracia, delante del cual había pasado tantas veces, ha sido una grata sorpresa
cuando me he decidido a conocerlo. Un remanso de tranquilidad en medio de la
vorágine del centro de la ciudad, un oasis en medio del desierto que es esta
civilización que nos ha tocado vivir.
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