Encontré, haciendo zapping, una
película de Charles Bronson y la que fue su mujer, Jill Ireland, de esas que
ponían antes tanto y que ahora son tan caras de ver. Inmediatamente me
retrotraje a mi infancia, a aquellos años en casa con mis padres, cuando la
vida era apacible y el hogar el refugio y descanso que te salvaguardaba de las
incertidumbres del mundo.
Ver a esta pareja cinematográfica
me recuerda los otoños de mi niñez, ocres y tejas, los árboles
marrones y las hojas caídas en el suelo, esos días nublados y con viento que presagian el invierno. Pero, curiosamente, me traen a la memoria las fotos del
Hola, la revista del corazón que siempre andaba por casa y a la que yo echaba
un vistazo, no con afán cotilla como sería lo habitual en este tipo de
lecturas, sino por contemplar la existencia mundana de seres que me parecían tan ajenos al
común de los mortales. Me gustaba ver las enormes mansiones, el gusto con el
que estaban decoradas, y los maquillajes, peinados y vestidos lujosos con los que las mujeres acudían a
las fiestas. De vez en cuando aparecía algo sobre algún actor o actriz de
Hollywood y así sabía cosas de su vida, pues como fan me interesaba todo acerca de
ellos. Y entre estos estaba, cómo no, Bronson y Ireland.
Pero lo que más me llamó la
atención de este matrimonio, qué cosas más peculiares se quedan en la memoria,
es una foto en la que aparecían, a su llegada a uno de estos saraos, tan
elegantes como siempre pero haciendo un gesto que me impresionó, aunque pueda
parecer una tontería: no iban cogidos de la mano sino que ella ponía la suya sobre el dorso de la de él, de una forma muy femenina y delicada, sus largas uñas pintadas y cuidadas. Pensé que el amor que vivía aquella pareja debía ser muy
especial, excepcional, sólo por aquel gesto. Había algo en la actitud de ellos
distinta al resto, es como si a los que son protagonistas de una gran pasión
les envolviera un halo luminoso que los hace brillar, como en un aura mágica.
Les admiré por ello y deseé, con el romanticismo propio de los años mozos, vivir una situación semejante.
También me sorprendió entonces
que Bronson, siendo el duro más duro de Hollywood, con esas películas que hacía
en las que había tanta violencia, fuera en realidad un hombre tan tierno y
sensible, y muy viril, pues aunque nunca fue guapo emanaba de él algo muy varonil.
Y todo por esa manía que tenemos de identificar al intérprete con sus
personajes.
Y, efectivamente, aquella fue una
pareja que se quiso intensamente. Pienso en lo que es el amor mirándolos a
ellos, una mezcla de pasión, ternura, respeto, entrega sin reservas, una
amalgama que produce un estado mental y físico increíble, y permanente cuando
es auténtico y se da la química necesaria. Sólo la
muerte de ella terminó con ese estado de ensueño, y le sumió en la tristeza
absoluta a él.
He visto ahora una foto, que fue
portada de la revista, en la que están juntos, pegada Jill al pecho de
su marido, cogiéndole él las manos a ella mientras se las
mira. La mirada de ella se pierde en el vacío. Ambos parecen abatidos, como si
supieran ya cuál iba a ser el final. La batalla contra el cáncer es
especialmente dura. Sentí compasión por ellos.
También he leído ahora que
Bronson tuvo una grave depresión durante 8 años tras la muerte de su esposa, hasta que conoció a otra
mujer, a la que debió hacer también muy feliz, a juzgar por las fotos en las
que aparecen juntos, llegando a fiestas como hiciera antaño con Jill. Pero él
ya no era el mismo, había una infinita tristeza en su mirada, incluso aunque
sonriera. Ya estaba enfermo, aunque disfrutó de una vida más larga que el gran
amor de su vida, a la que llevaba muchos años.
Un gran amor puede darse en
cualquier momento y en cualquier relación, cada pareja lo vive a su manera, tan
particular, y no hay un modelo a seguir, pero para mí Charles Bronson y Jill
Ireland siguen siendo un icono de romanticismo y pasión absolutos, tantos años
después. Aunque ellos hace ya tiempo que no están en este mundo, permanece la esencia de lo que vivieron.
Es curioso qué cosas se quedan en la memoria, y cómo una película, emitida a una hora cualquiera una tarde, es capaz de trasladarme en el espacio y el tiempo a una época pretérita, distinta por completo a la actual, en la que yo era una niña que miraba esas películas en el confort del hogar (me veo con aquella ropa que se usaba en los 70), y ya me percataba de lo que era el amor de verdad, viéndolo en otros. Algo que es tan poco corriente, como la verdadera amistad.
Es curioso qué cosas se quedan en la memoria, y cómo una película, emitida a una hora cualquiera una tarde, es capaz de trasladarme en el espacio y el tiempo a una época pretérita, distinta por completo a la actual, en la que yo era una niña que miraba esas películas en el confort del hogar (me veo con aquella ropa que se usaba en los 70), y ya me percataba de lo que era el amor de verdad, viéndolo en otros. Algo que es tan poco corriente, como la verdadera amistad.
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