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Es tremendo que haya quienes tengan que
renunciar a llevar una vida plena sólo por tener el estigma de un antepasado
despreciable. He leído que viven en EE.UU. tres sobrinos nietos de Hitler que,
bajo el nuevo apellido que adoptó su padre, sobrino del dictador, al llegar a
Norteamérica, intentan no ser reconocidos y poder tener una existencia lo más
normal posible, con la vergüenza que supone que se descubra el apellido Hitler
colgando como un lastre de su genealogía familiar.
Uno vive solo y
los otros 2 juntos. Un 4º hermano falleció en un accidente de coche hace años.
Todos decidieron no tener hijos, quizá para evitarles la deshonra por el resto
de sus vidas. Cuánto daño hizo aquel ser sanguinario, tanto que décadas
después de su muerte aún sigue destrozando existencias, ajenas y las de su
propia sangre. Les compadezco.
Ellos nunca
quieren hablar con los medios de comunicación, y alguno le ha dicho a algún
periodista que le deje en paz, que cuente su historia. Les da igual lo que
digan. Su pariente ha sido la persona más defenestrada del planeta. Ya
poco más se puede decir.
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Hace un tiempo, charlando en el chat con un
amigo de Facebook que es de Pakistán, definía el español como “lenguaje
simple”, en comparación con el suyo. Puedo comprender que su lengua, al igual
que el chino o el árabe, son idiomas complejos en el sentido de que poseen un
alfabeto inmenso y una grafía complicada, pero no me parece acertado calificar
como “simple” o “sencillo” ningún lenguaje, por fácil que pueda parecer su
aprendizaje. El inglés me lo ha parecido así siempre, por su economía de
términos, las contracciones y otros atajos lingüísticos que utiliza,
pero nunca lo vería como una lengua menor.
Imaginar lo que
supone expresarse en cualquiera de esos idiomas antes mencionados se me antoja
inconmensurable, al desconocer la enorme amplitud y el alcance de todos sus
vocablos, llenos de múltiples significados. Sólo el que habla un lenguaje sabe
de su complejidad o sencillez, o quizá no se percata porque le ha sido inculcado
desde la niñez y la costumbre lo hace parecer manejable. El castellano a mí me parece muy rico, lleno
de sentidos y variedad de términos, pero a otra persona que hable un idioma más
complejo no se lo parecerá. Hasta me atrevo a suponer que aquellos que hablan
lenguas complicadas tienen un desarrollo cerebral mayor, pues el aprendizaje de
un mayor número de palabras, normas ortográficas difíciles y caligrafías
portentosas aumenta la capacidad neuronal y verbal.
Esto sin duda
pasará con el aprendizaje de otras lenguas que no sean la nuestra. Yo amo mi
idioma, las palabras son para mí tesoros lanzados al aire o depositados en un
papel destinados a sobrevivirme. Son el testimonio de nuestro paso por el
mundo, lo que nos conecta con otros seres y nos enriquece como personas. Preservémoslas,
no las estropeemos con las deformaciones que imponen los nuevos lenguajes de mensajes
de móvil y redes sociales. No perdamos nuestro acervo cultural y respetemos el de los otros.
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