martes, 28 de octubre de 2014

Un poco de todo

 
-          Es tremendo que haya quienes tengan que renunciar a llevar una vida plena sólo por tener el  estigma de un antepasado despreciable. He leído que viven en EE.UU. tres sobrinos nietos de Hitler que, bajo el nuevo apellido que adoptó su padre, sobrino del dictador, al llegar a Norteamérica, intentan no ser reconocidos y poder tener una existencia lo más normal posible, con la vergüenza que supone que se descubra el apellido Hitler colgando como un lastre de su genealogía familiar. 
Uno vive solo y los otros 2 juntos. Un 4º hermano falleció en un accidente de coche hace años. Todos decidieron no tener hijos, quizá para evitarles la deshonra por el resto de sus vidas. Cuánto daño hizo aquel ser sanguinario, tanto que décadas después de su muerte aún sigue destrozando existencias, ajenas y las de su propia sangre. Les compadezco.  
Ellos nunca quieren hablar con los medios de comunicación, y alguno le ha dicho a algún periodista que le deje en paz, que cuente su historia. Les da igual lo que digan. Su pariente ha sido la persona más defenestrada del planeta. Ya poco más se puede decir. 
-        Hace un tiempo, charlando en el chat con un amigo de Facebook que es de Pakistán, definía el español como “lenguaje simple”, en comparación con el suyo. Puedo comprender que su lengua, al igual que el chino o el árabe, son idiomas complejos en el sentido de que poseen un alfabeto inmenso y una grafía complicada, pero no me parece acertado calificar como “simple” o “sencillo” ningún lenguaje, por fácil que pueda parecer su aprendizaje. El inglés me lo ha parecido así siempre, por su economía de términos, las contracciones y otros atajos lingüísticos que utiliza, pero nunca lo vería como una lengua menor. 
Imaginar lo que supone expresarse en cualquiera de esos idiomas antes mencionados se me antoja inconmensurable, al desconocer la enorme amplitud y el alcance de todos sus vocablos, llenos de múltiples significados. Sólo el que habla un lenguaje sabe de su complejidad o sencillez, o quizá no se percata porque le ha sido inculcado desde la niñez y la costumbre lo hace parecer manejable.  El castellano a mí me parece muy rico, lleno de sentidos y variedad de términos, pero a otra persona que hable un idioma más complejo no se lo parecerá. Hasta me atrevo a suponer que aquellos que hablan lenguas complicadas tienen un desarrollo cerebral mayor, pues el aprendizaje de un mayor número de palabras, normas ortográficas difíciles y caligrafías portentosas aumenta la capacidad neuronal y verbal. 
Esto sin duda pasará con el aprendizaje de otras lenguas que no sean la nuestra. Yo amo mi idioma, las palabras son para mí tesoros lanzados al aire o depositados en un papel destinados a sobrevivirme. Son el testimonio de nuestro paso por el mundo, lo que nos conecta con otros seres y nos enriquece como personas. Preservémoslas, no las estropeemos con las deformaciones que imponen los nuevos lenguajes de mensajes de móvil y redes sociales. No perdamos nuestro acervo cultural y respetemos el de los otros.
 


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