domingo, 1 de agosto de 2010

Las Venus de Willendorf

Ahora que ya cruzamos el meridiano estival y sufrimos más que nunca el azote del calor, no pude por menos de reirme a gusto hace poco leyendo un artículo en el que el periodista de turno echaba pestes del verano, la playa y el sol.
Venus de Willendorf
En él su autor afirma que "el verano es una ordinariez (...). Cosas que habitualmente deberían ir tapadas salen a la luz en una perversión carnavalesca. Cosas como el ombligo, las cicatrices, las medusas, Georgie Dann, las bermudas, Joan Puig, las verbenas de pueblo y el sobaco. El verano es una apoteosis del sobaco".
Es cierto que la gente se atreve a enseñar cada vez más trozos de su cuerpo en la playa. Cuando antes el bañador tapaba aquellas zonas que el paso del tiempo había convertido en poco exhibibles, ahora el biquini de braga gigante se ha impuesto entre las señoras de cincuenta años para arriba, que lucen sin complejos enormes barrigas medio cubiertas por enormes pechos. Los que se ponen la menor ropa posible también están de moda. "Este cambio de perspectiva puede que satisfaga a nudistas, lujuriosos y miopes", continúa el articulista, "pero reconozcamos que ciertos "cachos" de carne es preferible no verlos". Yo en cambio soy partidaria de que, si se tienen ganas de mostrar, no hay que andarse con medias tintas. Lo suyo es irse a una playa nudista y ya está. No descarto hacerlo en el futuro, porque nada hay más natural que nuestro cuerpo, al margen de gustos estéticos, y de nada debemos avergonzarnos, pues desnudos venimos al mundo y así nos iremos de él.
El artículo arremete sin piedad contra todos por igual. "Por cada Venus de Benidorm hay docenas, cientos de Venus de Willendorf desparramando sus mondongos sin pudor, rebozándose en arena como croquetas de leche solar vuelta y vuelta. Por cada Apolo con el torso tallado en acero hay miles de cromañones peludos con la tableta de chocolate derretido y la papada a la altura del tórax (...). Hay sacos de colesterol cuya exhibición debería estar prohibida en el espacio público de una playa bajo pena de cárcel. Es imposible mantener la fe en la crisis ante estas muchedumbres de churrascos y lomos a la plancha, de vagos tumbados a la bartola como diputados al sol". Es divertida la comparación que hace de ciertos tipos femeninos con las Venus de Willendorf. Yo estudié en el instituto, en el Arte de la Antigüedad, unas figuras muy similares a éstas pero que pertenecieron a otras culturas y que siempre me llamaron la atención por lo grotesco de sus formas. Me asombraba que fueran consideradas símbolos de sexualidad y fecundidad. Ahora quizá hasta me sienta un poco identficada con ellas.
Parece que el periodista abomina del ambiente canicular de nuestra península porque en nada se asemeja a las delicias a las que el cine y la publicidad nos tienen acostumbrados, con esas deliciosas calas llenas de bellas féminas que pasean garbosas sus maravillosas curvas por las arenas blancas, sorteando inmensas caracolas. El chiringuito español da paso aquí a terrazas de hotel a pie de mar o bungalows donde a la sombra de techados pajizos, palmeras con hamaca o enormes sombrillas blancas, podemos mitigar la sed y el hambre mientras nos extasiamos ante la vista de paisajes incomparables y casi vírgenes, aparentemente apenas mancillados por la acción invasiva del negocio turístico.
Aquí no es como en "Los vigilantes de la playa", donde mujeres potentes y asiliconadas forman parte, junto a apolíneos musculitos, de equipos de salvamento. A nadie le importaría así ahogarse aunque fuera un poquito para que uno de ellos te hiciera el boca a boca. Aunque tengo entendido que en realidad las playas de California gozan de mucho menos sol al año de lo que pretenden vendernos.
El autor del artículo, harto de la cruda realidad hispana, continúa con su batería de quejas. "Habría que borrar las playas por todo esto junto: insolaciones, tumores malignos saltando a la comba, tocinos chisporroteando, espaldas disfrutando de su propia tortura (...)". Y entonces aporta una solución radical. "Permitamos a los constructores, esos humanistas del cemento, que concluyan su labor levantando una muralla inexpugnable de hoteles a pie de costa, vedando así la proliferación del alquitrán y la postal hortera de los crepúsculos marinos (...). Habría que embargar las playas, prohibir el verano, abolir el sudor".
Decididamente, el autor prefiere el invierno mil veces. No en vano titula su artículo "Prohibir el sol". Y así remata su diatriba. "En cuanto al sol de España, ese astro hortera, albañil y taurino, que hace sudar la gota gorda (...), ya inventaremos un burka. Gafas de ciego obligatorias. Algo".
Pasando por alto el inevitable calor del estío y el espectáculo un tanto lamentable que casi todo el mundo ofrece en bañador, lo que yo peor llevo es la mala educación, sobre todo en lugares concurridos donde se está casi en pelotas y se tienen pocos recursos para hacer uso de la defensa propia ante la agresión ajena. El último día en la playa, por ejemplo, nos libramos mi hija y yo del golpe de un boomerang lanzado por dos niños incontrolados de pura chiripa. Nunca había visto en esos lares semejante objeto, y menos en manos de púberes inconscientes y, por ello, potencialmente peligrosos. Es como si estuviéramos en las Antípodas y los aborígenes fueran estos pequeños salvajes, dispuestos a cazarnos como a canguros.
Yo no abomino del verano, la playa y el sol, pero sí de la invasión atroz del negocio inmobiliario, que devasta zonas costeras que antes eran auténticos paraísos. Mutilan el paisaje, son una aberración. Es entonces cuando pienso en unas cuantas tsunamis que, llegando improvisadamente a la playa, destruyeran rascacielos y torres de apartamentos, y de paso se llevaran consigo sólo a los que no tienen educación cuando nos tumbamos sobre la arena para un merecido descanso después de todo un año de trabajo, o cuando queremos disfrutar tranquilamente de un mar sin desperdicios flotantes y sin vándalos que jueguen a dar balonazos. Qué hay de malo en unas cuantas catástrofes naturales para barrer de la faz de la tierra todo lo que está de más. Ya ha ocurrido en el pasado, según rezan los textos bíblicos. Al final voy a ser peor yo que el autor del artículo.

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