Hollywood no es sólo una fábrica de sueños, como todo el mundo suele decir, es también una gigantesca máquina trituradora de seres humanos, un descomunal escaparate donde se exhibe a los que la habitan para ser adorados, y en cuanto pasa un tiempo, se los considera productos gastados y se los relega a la trastienda, donde quedan olvidados para siempre.
Una fotografía aparecida en la prensa hace unos días me dio mucho qué pensar al respecto. En ella se veía a la este año oscarizada e inefable Meryl Streep sentada a la barra de un bar, en una de las muchas fiestas que se celebraron tras la gala de los Oscars, con pinta de estar un poco bebida, riendo y con los ojos entornados, mientras le acercaba a los labios una copa de champán a Octavia Spencer, la actriz negra que ha ganado la estatuilla como mejor secundaria, que recibía el ofrecimiento con su característica sonrisa. A pesar de lo mucho que ama su profesión, Meryl Streep tiene que estar más que saturada del falso boato de Hollywood.
La detención de Sean Young en la gala de este año, la maravillosa protagonista en su día de Blade Runner, que organizó un escándalo público al intentar entrar sin invitación, pone de manifiesto una vez más que Hollywood olvida a las grandes figuras que lo han dado todo para engrandecer su nombre, y no contento con eso hasta los desprecia.
Y mientras están en activo también pasan sus calvarios. Drogas, alcohol, obesidad y anorexia, adicción a las operaciones de estética, son moneda corriente. En el mismo artículo citado antes aparecía la foto de Minnie Driver, la estupenda coprotagonista de El indomable Will Hunting, convertida en un esqueleto viviente a la que la ropa le colgaba del cuerpo, mientras posaba ante la prensa como si no pasara nada. O Val Kilmer, al que se puede ver cariacontecido y con un sobrepeso bestial, él que tanto nos ha hecho disfrutar en sus papeles de galán dinámico y divertido. O el polifacético Mel Gibson, perdido el norte de su propio horizonte personal. La lista sería interminable.
El inevitable paso de los años ha hecho estragos entre los intérpretes, porque por mucha cirugía a la que se sometan, es muy difícil paliar sus efectos. Los que no han desaparecido por completo han quedado relegados a series de televisión. Pero el recuerdo de cómo eran y en lo que se han convertido hace daño a la retina. Así me pasó con Glenn Close, que ya tenía un rostro peculiar en su juventud, y que ahora es algo imposible. Este año, después de mucho tiempo, se ha presentado a la gala en la categoría de mejor actriz principal, pero será difícil que vuelva a hacerlo en un futuro próximo. Algo parecido le pasa a las que fueron siempre bellas Michelle Pfeiffer y Elisabeth Shue.
Los hombres lo llevan de otra manera, aunque también sean coquetos. Ahí tenemos a Dustin Hoffman, que es intemporal. O a Jack Nicholson, que últimamente ha dejado de actuar más por la edad y sus problemas de salud que por otra cosa, pues siempre ha estado muy solicitado. Y lo mismo sucede con Harrison Ford, al que no le gusta nada verse en pantalla últimamente. Los que recurren a la cirugía estética suelen tener resultados desastrosos, además de que les quita expresividad al rostro. No existe el retiro para un actor o actriz, el suyo es un trabajo adictivo, lo necesitan para vivir, aunque se estén cayendo a trozos de puro viejos.
El caso de Meryl Streep es una excepción. A ella se la ha respetado siempre mucho, y en ese sentido sigue la estela de actrices de otras épocas, auténticos monstruos de la interpretación, que siguieron actuando hasta el mismo día de su muerte.
Lo que me parece muy lamentable es lo que ha sucedido en la gala de este año, cuando tres de los actores que competían como mejor actor secundario son figuras que han brillado en primera fila hasta no hace mucho, y ahora se tienen que conformar con un puesto secundario. Porque hayan envejecido no quiere decir que no conserven su maestría y merezcan papeles protagonistas. Es vergonzoso verlos teniéndose que conformar con premios de segunda categoría.
Pienso que ese empeño por permanecer en el firmamento de Hollywood no tiene tanto que ver con la fama y el dinero como con la necesidad de ser admirados y queridos. La adoración de millones de fans es una experiencia ultrarreal, no comparable a ninguna otra, que muy pocos tienen el privilegio de experimentar. Aquel que ejerce un arte, en cualquiera de sus expresiones, no tiene limitaciones ni fecha de caducidad, el suyo no es un trabajo como los demás, no se concibe la jubilación ni ninguna de las cosas que son corrientes en otras profesiones.
Por eso cuando se los aparta, se los abandona y se los olvida, se convierten en ángeles caídos, como lo fue Lucifer apartado del lado de Dios cuando cayó en desgracia y después de haber conocido la gloria, y tienen que lidiar con sus propios demonios personales el resto de su vida, batalla en la que acaban consumiéndose. Sólo subsisten por sus recuerdos de tiempos mejores, sus años dorados, cortadas las alas de su sensibilidad al no poder seguir desarrollando su talento, encerrados en la jaula del anonimato y la soledad, paralizados por el desinterés ajeno.
Será como todo en la vida, que hagamos lo que hagamos hay que procurar pisar terreno firme y ser conscientes del momento y el lugar en el que estamos, disfrutar de lo bueno que nos llegue sin hacerse falsas ilusiones ni pensar que durará eternamente, en una palabra, ser realistas. Porque todos, en un momento dado, podríamos llegar a ser ángeles caídos.
2 comentarios:
Te leo a borbotones, cuando voy encontrando ratitos. Eres una ventanita al mundo.
Un beso!
Gracias Folie, yo tampoco os dejo de leer, vosotros sois una ventanita al mundo interior. Un beso.
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