jueves, 25 de septiembre de 2014

La loca de la casa

 
Habla Rosa Montero en su libro La loca de la casa de pequeños retazos de su biografía, mezclados con elucubraciones sobre la vida y otros muchos temas, con los que me identifico plenamente, pues por casualidad formas de ser y pensar, y algunos hechos que le son propios, coinciden con los míos.
El título de la novela hace alusión a una frase que, según ella, empleaba Santa Teresa de Jesús para referirse a la imaginación. La escritora hace un paralelismo entre esto y la manera como a ella se la concebía en su infancia, al haber sido una niña que vivía permanentemente en su mundo de fantasías y que, probablemente, tenía una sensibilidad y una percepción del entorno mucho más aguda y distinta que las del resto.
Habla de los recuerdos que su hermana, melliza suya, y ella tienen de sus padres y su niñez, y se sorprende de lo distintos que son, habiéndolos vivido juntas y, según afirma, como si los progenitores de ambas sólo compartieran el nombre y los apellidos y fueran en realidad personas diferentes. Es cierto lo curiosa que es la memoria, impregnada de la subjetividad de cada uno, que modifica o matiza las vivencias según la personalidad de cada cual. Son los mismos hechos pero vividos por seres completamente diferentes, pese a la relación familiar. Piensa que la relación entre su hermana y ella nunca estuvo basada en sentimientos ni palabras concretas, no hubo nunca lazos estrechos entre ambas. Nos pasa a muchos.
Elucubra sobre el oficio de escritor, al que equipara con el amor: entrega total, “estado de deliciosa enajenación” dice, despiste en las costumbres cotidianas por estar siempre pensando en “eso otro”, y sobre todo el combate con el paso del tiempo y la muerte, pues mientras sientes esa pasión estás más vivo que nunca.
Alude a las rachas en las que falta la inspiración. “En ocasiones trabajas durante días y días, durante semanas, quizá durante meses, en la aridez de la escritura como oficio, (…) sin poder estremecerte ni una sola vez por la presencia intuida de lo hermoso”.
También de cómo debe sentirse el que escribe: “… por un lado habría que intentar alcanzar la impasibilidad, cierta beatífica ausencia de deseos y emociones; pero, por otro, hay que arder hasta hacerse cenizas en la pasión por la literatura y en el afán de crear algo sublime”.
Rosa Montero se considera más novelista que periodista, y si eligió esto último “fue por tener una profesión que no se alejara demasiado de mi pasión de narradora”, algo que comparto con ella. Pero no es sólo un afán. “La escritura funciona a modo de dique de las derivas psíquicas, porque te pone en contacto con esa realidad enorme y salvaje que está más allá de la cordura. El escritor, al igual que cualquier otro artista, intenta echar una ojeada fuera de las fronteras de sus conocimientos, de su cultura, de las convenciones sociales; intenta explorar lo informe y lo ilimitado, y ese territorio desconocido se parece mucho a la locura”.
“Supongamos que la locura es el estado primigenio del ser humano. Supongamos que Adán y Eva vivían en la locura, que es la libertad y la creatividad total, la exuberancia imaginativa, la plasticidad. La inmortalidad, porque carece de límites. Lo que perdimos al perder el paraíso fue la capacidad de contemplar esa enormidad sin destruirnos”.
“Los escritores, los artistas y en general los creadores de todo tipo (…) mantienen cierto contacto con el vasto mundo de extramuros; unos simplemente se asoman al parapeto y echan una rápida ojeada, otros realizan comedidas excursiones por el exterior y algunos emprenden largos y arriesgados viajes de exploración de los que quizá no regresen jamás”.
Tiene frases rotundas y memorables: “… todo arte es la búsqueda de esa belleza capaz de agrandar la condición humana”.
“Soñamos, escribimos y creamos para eso, para intentar rozar la hermosura del mundo, que es tan inabarcable como el lago Constanza (…) Así pasamos todos la vida, añorando aquello que es más grande que nosotros”.
Rosa Montero relata un encuentro amoroso que tuvo a mediados de los 70 con un actor que por entonces trabajaba en una película de su amiga, Pilar Miró, y que ella le presentó. Lo cuenta en tres momentos diferentes del libro, pero lo que comienza de forma similar termina teniendo en cada uno de ellos un desarrollo y un final  completamente distintos. Parece que quisiera jugar con nosotros, tomarnos un poco el pelo, o simplemente echar mano de esa “loca de la casa” a la que alude, la imaginación. Es como si dejara a elección del lector el desenlace que más pueda gustarle, sembrando la incertidumbre acerca de cual de ellos es el auténtico. Le gusta ser misteriosa, jugar al ratón y al gato, es un recurso original, aunque yo al principio creí que sería alguna errata, un fallo de la editorial que no advirtió a la escritora que se estaba repitiendo, o que estaba contando la misma cosa de manera diferente cada vez, como hacen los mentirosos que no recuerdan los embustes que ya han contado, lo que pondría en evidencia su honradez. Aunque en el caso de un escritor todo está permitido en aras de la fantasía.
En fin, un libro ameno, aunque no el mejor de los que ha escrito Rosa Montero, para mi gusto. Me sigo quedando con La ridícula idea de no volver a verte, que ya comenté en un post anterior. Y desde luego las entrevistas es con lo que más se ha lucido siempre. Recuerdo las que hacía para El País hace años, maravillosas. Tengo que ver si ha publicado algún recopilatorio de ellas, para comprarlo. Una escritora con voz propia, una periodista sorprendente.
 


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