Habla Rosa Montero en su libro
La loca de la casa de pequeños retazos de su biografía, mezclados con
elucubraciones sobre la vida y otros muchos temas, con los que me identifico
plenamente, pues por casualidad formas de ser y pensar, y algunos hechos que le
son propios, coinciden con los míos.
El título de la novela hace
alusión a una frase que, según ella, empleaba Santa Teresa de Jesús para referirse a la
imaginación. La escritora hace un paralelismo entre esto y la manera como a ella
se la concebía en su infancia, al haber sido una niña que vivía permanentemente en su mundo de fantasías y que, probablemente, tenía una sensibilidad y una
percepción del entorno mucho más aguda y distinta que las del resto.
Habla de los recuerdos que su
hermana, melliza suya, y ella tienen de sus padres y su niñez, y se sorprende
de lo distintos que son, habiéndolos vivido juntas y, según afirma,
como si los progenitores de ambas sólo compartieran el nombre y los apellidos y fueran
en realidad personas diferentes. Es cierto lo curiosa que es la memoria,
impregnada de la subjetividad de cada uno, que modifica o matiza las vivencias
según la personalidad de cada cual. Son los mismos hechos pero vividos por
seres completamente diferentes, pese a la relación familiar. Piensa que la relación
entre su hermana y ella nunca estuvo basada en sentimientos ni palabras concretas,
no hubo nunca lazos estrechos entre ambas. Nos pasa a muchos.
Elucubra sobre el oficio de
escritor, al que equipara con el amor: entrega total, “estado de deliciosa enajenación”
dice, despiste en las costumbres cotidianas por estar siempre pensando en “eso
otro”, y sobre todo el combate con el paso del tiempo y la muerte, pues
mientras sientes esa pasión estás más vivo que nunca.
Alude a las rachas en las que
falta la inspiración. “En ocasiones trabajas durante días y días, durante
semanas, quizá durante meses, en la aridez de la escritura como oficio, (…) sin
poder estremecerte ni una sola vez por la presencia intuida de lo hermoso”.
También de cómo debe sentirse el
que escribe: “… por un lado habría que intentar alcanzar la impasibilidad,
cierta beatífica ausencia de deseos y emociones; pero, por otro, hay que arder
hasta hacerse cenizas en la pasión por la literatura y en el afán de crear algo
sublime”.
Rosa Montero se considera más
novelista que periodista, y si eligió esto último “fue por tener una profesión
que no se alejara demasiado de mi pasión de narradora”, algo que comparto con
ella. Pero no es sólo un afán. “La escritura funciona a modo de dique de las
derivas psíquicas, porque te pone en contacto con esa realidad enorme y salvaje
que está más allá de la cordura. El escritor, al igual que cualquier otro
artista, intenta echar una ojeada fuera de las fronteras de sus conocimientos, de
su cultura, de las convenciones sociales; intenta explorar lo informe y lo
ilimitado, y ese territorio desconocido se parece mucho a la locura”.
“Supongamos que la locura es el
estado primigenio del ser humano. Supongamos que Adán y Eva vivían en la
locura, que es la libertad y la creatividad total, la exuberancia imaginativa,
la plasticidad. La inmortalidad, porque carece de límites. Lo que perdimos al
perder el paraíso fue la capacidad de contemplar esa enormidad sin
destruirnos”.
“Los escritores, los artistas y
en general los creadores de todo tipo (…) mantienen cierto contacto con el
vasto mundo de extramuros; unos simplemente se asoman al parapeto y echan una
rápida ojeada, otros realizan comedidas excursiones por el exterior y algunos
emprenden largos y arriesgados viajes de exploración de los que quizá no
regresen jamás”.
Tiene frases rotundas y
memorables: “… todo arte es la búsqueda de esa belleza capaz de agrandar la
condición humana”.
“Soñamos, escribimos y creamos
para eso, para intentar rozar la hermosura del mundo, que es tan inabarcable
como el lago Constanza (…) Así pasamos todos la vida, añorando aquello que es
más grande que nosotros”.
Rosa Montero relata un encuentro
amoroso que tuvo a mediados de los 70 con un actor que por entonces trabajaba
en una película de su amiga, Pilar Miró, y que ella le presentó. Lo cuenta en tres momentos diferentes del
libro, pero lo que comienza de forma similar termina teniendo en cada uno de ellos un desarrollo y
un final completamente distintos. Parece
que quisiera jugar con nosotros, tomarnos un poco el pelo, o simplemente echar
mano de esa “loca de la casa” a la que alude, la imaginación.
Es como si dejara a elección del lector el desenlace que más pueda gustarle,
sembrando la incertidumbre acerca de cual de ellos es el auténtico. Le gusta
ser misteriosa, jugar al ratón y al gato, es un recurso original, aunque yo al
principio creí que sería alguna errata, un fallo de la editorial que no
advirtió a la escritora que se estaba repitiendo, o que estaba contando la
misma cosa de manera diferente cada vez, como hacen los mentirosos que no
recuerdan los embustes que ya han contado, lo que pondría en evidencia su
honradez. Aunque en el caso de un escritor todo está permitido en aras de la fantasía.
En fin, un libro ameno, aunque no
el mejor de los que ha escrito Rosa Montero, para mi gusto. Me sigo quedando
con La ridícula idea de no volver a verte, que ya comenté en un
post anterior. Y desde luego las entrevistas es con lo que más se ha lucido siempre. Recuerdo las que hacía para El País hace años, maravillosas. Tengo que ver si ha publicado algún recopilatorio de ellas, para comprarlo. Una escritora con voz propia, una periodista sorprendente.
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