jueves, 18 de septiembre de 2014

Libreros

 
Tenía por casa unos libros de texto que ya no necesitaban mis hijos y que ocupaban sitio, y me decidí, venciendo la pereza que suele invadirme otros años llegada esta época respecto a este tema, a ir a la calle de los Libreros para venderlos, a ver qué me daban por ellos. Hacía muchísimos años que no iba por allí, cuando en nuestra época universitaria nos acercamos mi hermana y yo para deshacernos, entre otras cosas, de un tomo enciclopédico vetusto e infumable de Historia que tuvimos que comprar en un determinado momento, pero que no nos iba a servir para nada más. Tratados de esta asignatura los había mejores y más digeribles, y teniendo en cuenta que nos había costado una pasta gansa quisimos sacarle partido.
Y siguiendo esta inspiración del pasado me ví en una enorme cola que se extendía hasta casi la mitad de calle. Estos negocios sólo tienen beneficios en septiembre y octubre, el resto del año no son rentables, y menos ahora que se pueden conseguir libros a buen precio por internet. Pero en ese momento la zona era un hervidero. Chicos y chicas se paseaban arriba y abajo junto a los que esperábamos en la fila, solicitando sobre todo libros de bachillerato u ofreciendo los que tenían. Algunos padres también. Unos pocos preguntaron por manuales de la ESO, que era lo que yo llevaba, pero me resistí a comerciar allí, en medio de la calle, porque no sabía si iba a salir perdiendo si no hacía la transacción en la tienda, y además que no valgo para regatear o pedirle a un estudiante una cantidad determinada de dinero, sabiendo que no suelen tener muchos recursos.
Había gente joven que abría maletas pequeñas, depositadas en el suelo, para que el que quisiera buscara lo que necesitara. Otros extendían los libros directamente sobre la acera, sin importarles que se pudieran manchar. Una mujer árabe, con su velo y su túnica, junto a su hijo pequeño, se habían sentado en el único banco que hay en la calle y había diseminado unos cuantos libros, la mayoría en francés. Muchos se interesaron por lo que ofrecía. Había quien los traía en carritos de la compra. Abundaban extranjeros, sobre todo sudamericanos. Vi a una chica que, sentada en el suelo, le quitaba con un bolígrafo de tipp-ex el nombre a sus libros, poco antes de entrar en una de las librerías. Se vendían libros con los textos señalados en fluorescente amarillo. Creía que no debían tener ninguna marca.
Un chico alto como una torre, impaciente y un poco guasón, dio grandes voces pidiendo un libro de Historia de 2º año de bachillerato de una determinada editorial, a lo que nadie respondió. Se fue encogiéndose de hombros, resignado. Había chicas que levantaban sus libros en alto para que todo el mundo los viera, mientras voceaban a su vez su mercancía. Me pareció estar más en un zoco que en una compra venta de libros.
En aquella larga espera, en la que íbamos avanzando muy poquito a poco por la pendiente de la calle, me dio tiempo a observar muchas cosas. Como estaba cansada no tenía ganas de leer, que es lo que suelo hacer en estos casos, y además me habrían interrumpido cada dos por tres pidiendo o preguntándome sobre los libros. Así me fijé en una madre y una hija que estaban justo delante de mí en la cola, que tan pronto hablaban en español como en no sé si polaco o rumano. La madre no se estaba quieta en la fila, iba y venía buscando las mejores ofertas para su hija, y al mismo tiempo ésta vendió algunos de los libros que llevaba en una mochila.
La vista se me perdía de vez en cuando en la fachada de en frente, donde están las librerías. Comprobé que os vecinos tenían gustos originales, pues en uno de los balcones habían puesto unos flamencos rosas de plástico. En otro había una mujer negra con un micrófono en la mano, con un vestido largo y muy escotado que dejaba al descubierto una pierna hasta el muslo. Cerca de ella había dos caballos blancos galopando con las crines al viento.
Cuando por fin me llegó el turno (en el mostrador una mujer y dos hombres de cejas pobladas y agobiadas tras unas gafas), repartieron en dos grupos mis libros, unos que no me cogían por no ser del curso pasado, y los demás que tampoco me cogieron porque ya  tenían demasiadas existencias de ellos en stock. Les pedí que se quedaran con la pesada bolsa, ya harta, por no volver a cargar con ella, pero el que me atendía se negó cortésmente aduciendo que ya tenían muchas cajas llenas de libros de los que deshacerse, y les suponía mucho trabajo cuando cerraban la tienda, ya de noche, acarrear todo aquello.
Total, que me fui como había venido, peor aún, más cansada, y pensé volver otra tarde para venderlos en la calle, que era lo que tenía que haber hecho desde un principio. Pero al llegar a la Plaza de España reflexioné y, la verdad, no me vi vendiendo nada en la calle, ni me apetecía seguir cargando con aquel peso muerto, por lo que dejé la bolsa junto a unos escombros.
No me gusta nada tirar libros a la basura, y más estos, en perfecto estado, algunos sin desprecintar. La próxima vez que los quiera vender lo haré al momento, sin dejar pasar el tiempo, porque luego si ha pasado más de un año no los quieren. O a lo mejor no vuelvo a vender ninguno, sólo por no tener que esperar tanto y a lo mejor para nada. Vivimos en un país en el que los libros de texto son caros y esto obliga a la gente a buscarse la vida. En países más progresistas que el nuestro son gratuitos. Aquí además tenemos que ver cómo los cambian cada dos o tres años para evitar que puedan pasar de unas manos a otras y así asegurarse el negocio. Es una vergüenza que las ayudas al estudio que han salido en el BOE este año excluyan Primaria y ESO, y sin embargo abarquen estudios tan variopintos como los artísticos, los religiosos, los militares, los deportivos, los de idiomas, FP y PCPI, entre otros.

Creo que con el tiempo la calle de los Libreros pasará a ser una reliquia del pasado, un sitio de interés turístico y nada más, pero de momento en esta época se cuecen muchas cosas allí.
 

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