Tenía por casa unos libros de
texto que ya no necesitaban mis hijos y que ocupaban sitio, y me decidí, venciendo la pereza que
suele invadirme otros años llegada esta época respecto a este tema, a ir a la
calle de los Libreros para venderlos, a ver qué me daban por ellos. Hacía
muchísimos años que no iba por allí, cuando en nuestra época universitaria nos
acercamos mi hermana y yo para deshacernos, entre otras cosas, de un tomo
enciclopédico vetusto e infumable de Historia que tuvimos que comprar en un
determinado momento, pero que no nos iba a servir para nada más. Tratados de
esta asignatura los había mejores y más digeribles, y teniendo en cuenta que
nos había costado una pasta gansa quisimos sacarle partido.
Y siguiendo esta inspiración del pasado me ví en una
enorme cola que se extendía hasta casi la mitad de calle. Estos negocios sólo
tienen beneficios en septiembre y octubre, el resto del año no son rentables, y
menos ahora que se pueden conseguir libros a buen precio por internet. Pero en ese momento la zona
era un hervidero. Chicos y chicas se paseaban arriba y abajo junto a los que
esperábamos en la fila, solicitando sobre todo libros de bachillerato u
ofreciendo los que tenían. Algunos padres también. Unos pocos preguntaron por
manuales de la ESO, que era lo que yo llevaba, pero me resistí a comerciar
allí, en medio de la calle, porque no sabía si iba a salir perdiendo si no
hacía la transacción en la tienda, y además que no valgo para regatear o
pedirle a un estudiante una cantidad determinada de dinero, sabiendo que no
suelen tener muchos recursos.
Había gente joven que abría
maletas pequeñas, depositadas en el suelo, para que el que quisiera buscara lo
que necesitara. Otros extendían los libros directamente sobre la acera, sin
importarles que se pudieran manchar. Una mujer árabe, con su velo y su túnica, junto a su hijo pequeño,
se habían sentado en el único banco que hay en la calle y había diseminado
unos cuantos libros, la mayoría en francés. Muchos se interesaron por lo que
ofrecía. Había quien los traía en carritos de la compra. Abundaban extranjeros,
sobre todo sudamericanos. Vi a una chica que, sentada en el suelo, le quitaba
con un bolígrafo de tipp-ex el nombre a sus libros, poco antes de entrar en una
de las librerías. Se vendían libros con los textos señalados en fluorescente
amarillo. Creía que no debían tener ninguna marca.
Un chico alto como una torre,
impaciente y un poco guasón, dio grandes voces pidiendo un libro de Historia de
2º año de bachillerato de una determinada editorial, a lo que nadie respondió. Se fue
encogiéndose de hombros, resignado. Había chicas que levantaban sus libros en
alto para que todo el mundo los viera, mientras voceaban a su vez su mercancía.
Me pareció estar más en un zoco que en una compra venta de libros.
En aquella larga espera, en la
que íbamos avanzando muy poquito a poco por la pendiente de la calle, me dio
tiempo a observar muchas cosas. Como estaba cansada no tenía ganas de leer, que
es lo que suelo hacer en estos casos, y además me habrían interrumpido
cada dos por tres pidiendo o preguntándome sobre los libros. Así me fijé en una
madre y una hija que estaban justo delante de mí en la cola, que tan pronto
hablaban en español como en no sé si polaco o rumano. La madre no se estaba
quieta en la fila, iba y venía buscando las mejores ofertas para su hija, y al
mismo tiempo ésta vendió algunos de los libros que llevaba en una mochila.
La vista se me perdía de vez en cuando en la
fachada de en frente, donde están las librerías. Comprobé que os vecinos tenían gustos
originales, pues en uno de los balcones habían puesto unos flamencos rosas de
plástico. En otro había una mujer negra con un
micrófono en la mano, con un vestido largo y muy escotado que dejaba
al descubierto una pierna hasta el muslo. Cerca de ella había dos caballos blancos galopando con las crines al viento.
Cuando por fin me llegó el turno (en el mostrador una mujer y dos hombres de cejas
pobladas y agobiadas tras unas gafas), repartieron en dos grupos mis libros, unos que no me
cogían por no ser del curso pasado, y los demás que tampoco me cogieron porque
ya tenían demasiadas existencias de ellos
en stock. Les pedí que se quedaran con la pesada bolsa, ya harta, por no volver
a cargar con ella, pero el que me atendía se negó cortésmente aduciendo que ya tenían muchas
cajas llenas de libros de los que deshacerse, y les suponía mucho
trabajo cuando cerraban la tienda, ya de noche, acarrear todo aquello.
Total, que me fui como había
venido, peor aún, más cansada, y pensé volver otra
tarde para venderlos en la calle, que era lo que tenía que haber hecho desde un
principio. Pero al llegar a la Plaza de España reflexioné y, la verdad, no me vi vendiendo nada en la
calle, ni me apetecía seguir cargando con aquel peso muerto, por lo que dejé la
bolsa junto a unos escombros.
No me gusta nada tirar libros a
la basura, y más estos, en perfecto estado, algunos sin desprecintar. La
próxima vez que los quiera vender lo haré al momento, sin dejar pasar el
tiempo, porque luego si ha pasado más de un año no los quieren. O a lo mejor no
vuelvo a vender ninguno, sólo por no tener que esperar tanto y a lo mejor para nada. Vivimos en un país en el que los libros de texto son caros y
esto obliga a la gente a buscarse la vida. En países más progresistas que el nuestro son gratuitos. Aquí
además tenemos que ver cómo los cambian cada dos o tres años para evitar
que puedan pasar de unas manos a otras y así asegurarse el negocio. Es una vergüenza que las ayudas al estudio que han salido en el BOE este año excluyan Primaria y ESO, y sin embargo abarquen estudios tan variopintos como los artísticos, los religiosos, los militares, los deportivos, los de idiomas, FP y PCPI, entre otros.
Creo que con el tiempo la calle de los Libreros pasará a ser una reliquia del pasado, un sitio de interés turístico y nada más, pero de momento en esta época se cuecen muchas cosas allí.
Creo que con el tiempo la calle de los Libreros pasará a ser una reliquia del pasado, un sitio de interés turístico y nada más, pero de momento en esta época se cuecen muchas cosas allí.
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