Me gusta recorrer, después de
desayunar, ciertas calles recoletas de Madrid que, alejadas del bullicio de las
principales, son un remanso de paz y una fuente de gratas sorpresas. Ayer, que hizo un tiempo otoñal tan bueno, tras
atravesar la calle Arenal, siempre tan concurrida, llena de tiendas y terrazas
cada vez más bonitas (poco les queda de estar ahí, porque los fríos las barren del mapa, no
como en París que están todo el año),
y dar un paseo por la plaza de Oriente (inevitable petición de foto de una
pareja de turistas junto a la fuente), echar un vistazo desde la calle Bailén a
los Jardines de Sabatini (relax de aguas cantarinas y setos verdes), volví
sobre mis pasos y, junto al Teatro Real (tienen en cartel Muerte en Venecia,
tengo que curiosear esto en internet) subí por una calle de la que tengo un remoto
recuerdo de haber transitado hace muchos años, la calle del Espejo.
Subida suave que se va haciendo
más empinada conforme se avanza, es un repentino remanso de paz, sin apenas coches ni gente.
Encuentro al paso la famosa Sociedad Matritense de Amigos del País, que tanto
estudié en Periodismo como parte de la historia de la prensa en la capital. Edificio con fachada gris perla, restaurada, y puertas de cristal.
Me sorprende la cantidad de
pequeños negocios casi escondidos, tranquilos, sin estridencias de cartelones con
grandes ofertas ni tráfago de personal. Aunque no se ve clientela se las arreglarán para mantenerse
pues si no no subsistirían. Son librerías modestas, de esas que da la
impresión de que sus libros tienen ya las hojas amarillentas antes de haberlos
estrenado. También floristerías, una de ellas magnífica, puesta con un gusto
exquisito, grande, húmeda, fresca, con algunas de las plantas colocadas en la
acera, junto a la puerta, para mostrar la exuberancia y la belleza de lo que
vende en todo su esplendor. Alguna tienda de instrumentos musicales, luciendo relucientes
violonchelos en el escaparate.
Cuando llegas arriba hay un cruce
de calles y pasando ese pequeño tramo vas a parar a la calle Mayor, a la altura
del Mercado de San Miguel, otro logro arquitectónico y turístico de Madrid de los
últimos tiempos. Entre Mayor y Arenal hay un dédalo de callejuelas que merece
la pena investigar. La calle de las Hilanderas, donde estaba el restaurante
Iruña que tan buenos ratos y tan suculentos platos nos deparó a mi familia y a
mí. La restauración del edificio, eterna, lo clausuró para desdicha de de los
que lo frecuentábamos, que éramos multitud.
El pasaje de San Ginés tiene dos
maravillas, una al principio, la librería que es tan pequeña que casi toda su
mercancía tiene que exponerse en la calle, y la chocolatería que lleva el
nombre del pasaje. En todas esas calles hay pequeños pubs, lugares en
permanente semipenumbra a donde las almas en pena acuden a ahogar sus desdichas
en alcohol, o donde los enamorados se dan un festín de abrazos y besos animados
por la intimidad de los rincones confortables y la música relajante y sensual
de fondo.
Al volver por la calle Mayor me
resulta placentero ver que las tiendas de toda la vida perviven junto a los
locales más modernos. Comercios de venta de objetos religiosos, como en la
calle Esparteros, que cruza con ella, pastelerías con solera que lucen
deliciosamente anticuadas, como promesas de dulces exquisitos hechos con
recetas secretas mantenidas a lo largo de generaciones, librerías antiguas
donde encuentras lo que en ninguna otra, que organizan pequeñas conferencias
con autores insignes, como Antonio Muñoz Molina no hace mucho, y de las que
sólo te puedes enterar si pasas por delante y ves el cartel anunciándolas en el
escaparate.
Saber que el Madrid de antes, el
de siempre, pervive en ciertas calles todavía es muy gratificante. Ojalá nunca
desaparezca.
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