Tenía la polisomnografía
asignada con meses de antelación, y la verdad es que no había pensado mucho en
ello hasta que ayer por fin tuvo lugar. Había acudido a Sanitas antes del
verano para intentar resolver mi problema de los ronquidos, y tras examinarme
la boca y la nariz vio que no era nada de garganta ni paladar pero sí de tabique nasal, ligeramente desviado. Me mandó la prueba para
descartar apneas u otros problemas, pero como mi póliza no cubre la estancia
hospitalaria, que me habría cpstado 1.000 € (ni que fuera en un hotel de lujo), lo
solicité por la Seguridad Social.
Y así me vi en el hospital, a las
8 de la tarde, conducida por una guía con chaqueta de verde destellante, junto con otras 2
personas, como un pequeño rebaño. Los otros eran un gordito cuarentón un poco
hortera vistiendo que no dejaba pasar oportunidad para ligar con el personal
sanitario, y un señor mayor que se asfixiaba sólo con andar, y que iba
acompañado por su mujer y su hija.
En la zona del sueño nos
asignaron una habitación a cada uno, pequeña pero acogedora, y nos hicieron
poner la ropa de dormir. En el pasillo intermedio entre las habitaciones a mí
me sentó un enfermero enorme y a los señores unas enfermeras, para aplicarnos
en el cuero cabelludo un líquido frío que decían ser un desinfectante, y a
continuación unas pegatinas donde irían los electrodos. También en el pecho, a
los lados de los ojos, la barbilla y las piernas. Me pareció un poco indigno
tener que estar allí de esa guisa delante de extraños. Luego nos pasaban un poco
el secador para quitar la humedad que hubiera quedado en el pelo.
Al poco rato llegó un niño
negrito muy guapo, que iba con su padre. Lo hicieron sentar encima de él para
hacerle lo mismo que a nosotros, y fue el único que durmió con acompañante,
pues los familiares del señor mayor se tuvieron que ir a las 10. Me dio lástima
que ya tan pequeño tuviera que pasar por pruebas hospitalarias.
En la habitación el enfermero me
colocó los cables, y después me trajeron la cena, de la que sólo comí uno de
los dos platos y el postre, porque el otro no me gustaba. Cuando puse la t.v. me
paseé por los 7 canales disponibles. En uno dijeron: “Botín ha muerto mientras
dormía”. Vaya por Dios, noticias luctuosas. Seguí haciendo zapping. Una película de
aviones, qué rollo, volví a cambiar. Por fin di con uno que emitían episodios
de hace años con los mejores gags de los humoristas que entonces teníamos, y
de los que hoy casi no queda rastro: Martes y Trece, Los Morancos, Gila, Bigote Arrocet, y
otros muchos.
Como sonido de fondo gracioso
estuvo bien mientras hojeaba el Muy Interesante que me había comprado en la
tienda del hospital al llegar. Curiosamente, en la revista aparecía un
reportaje sobre los trastornos del sueño y la misma prueba que me iban a hacer
a mí. En una foto se veía a un niño con su pijama sentado en una camita, con
los cables puestos pero aún no conectados al sistema que recoge los datos.
Ya bastante tarde una joven
enfermera, que iba a ser la encargada de vigilar nuestro sueño a través de unos
monitores, me colocó 2 aparatos sujetos al pecho con un velcro grande, y una
pinza en el dedo de una mano de la que salía otro cable. También unos tubitos
metidos en la nariz. Ya acostada, me dio unas instrucciones a través
del interfono de la habitación, como que abriera y cerrara los ojos, los
moviera hacia varios lados, tragara saliva, contuviera la respiración, moviera los pies como quien pisa un acelerador, y sacara
y metiera el estómago sin respirar. Si necesitaba cualquier cosa durante la noche no tenía más
que llamar con el interruptor. Una cámara de infrarrojos, que colgaba del techo por encima del televisor, registraría mis movimientos durante todo el sueño.
Se hacía raro ver en la oscuridad
la luz azul que salía de uno de los aparatos del pecho y la roja del dedo con
la pinza. Me recordaron a Iron Man y a E.T. respectivamente. Tardé en dormirme,
con lo cansada que estaba, más o menos como en casa, y mi sueño fue igual de
irregular. Tan sólo la enfermera tuvo que entrar una vez, no sé qué hora sería, para
colocarme bien el velcro del pecho, que se había desplazado un poco, y ya no
pude dormirme del todo, floté en una somnolencia en la que desconozco cuánto
tiempo estuve.
A eso de las 6,45 entró de nuevo
para finalizar la prueba, y entonces ya no me llamaba Pilar sino reina: me había
cogido cariño. “Reina, levanta un poco la cabeza que te voy a quitar los
cables”, “reina, ya puedes incorporarte”, “reina, te dejo un test para que lo
rellenes y después te puedes marchar”. Me frotaba con un líquido de olor
profundo y desagradable en los sitios donde habían estado los electrodos. A gran velocidad iba recogiendo cables y aparatos para volverlos a dejar en su estuche sobre una de las mesillas.
Todavía tengo bajo el pelo restos
de gasas de rejilla, como las que se usan para afianzar los vendajes. Estoy
deseando ducharme para quitarme todo eso. Más tonta he sido de no pedir un justificante para no ir hoy
al trabajo, porque estoy que no me tengo. Pero siempre he sido así, no tengo
remedio. Dependiendo de los resultados, volveré al especialista de Sanitas para
ver cuál es el siguiente paso, aunque me temo que si es un tabique nasal desviado
terminaré yendo a quirófano, lo que me aterroriza, porque
lo único que me he operado fue un mioma que me quitaron el año pasado, y en realidad fue como una consulta ginecológica con un poco más de sangre. En fin, que si hay que acudir a un hospital que sea para cosas como esta, sin enfermedad ni operaciones. Una experiencia más.
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