Mis lecturas de este verano han estado presididas por los relatos de Gerald Durrell, pues antes de aventurarme a conocer nuevos autores he querido por 1ª vez, pues yo nunca releo un libro por mucho que me haya gustado, volver a echar un vistazo a los libros que de este autor guardo como un pequeño e inapreciable tesoro.
Hace un par de veranos hice su
descubrimiento, no recuerdo si por casualidad o llevada por alguna reseña de algún
crítico literario, que suelo seguir aunque no siempre me haya llevado
por buenos caminos. En esta ocasión, después de releerme los 3 que tenía,
decidí comprarme otros tantos del mismo autor, inéditos para mí. Es
inagotable la fuente de recuerdos de este hombre que, sin ser escritor profesional (él era biólogo), ha conseguido encandilar a millones de lectores
de todo el mundo, haciéndonos pasar ratos inolvidables.
Con las
relecturas, lo mismo que cuando vuelves a ver una película una y otra vez, encuentras en cada ocasión algo distinto de lo que no te habías percatado
antes. Y en realidad estaba todo ahí, desde el principio. Me doy cuenta de que
Gerald Durrell fue un niño solitario pero feliz, algo que no creí nunca
posible, puesto que siempre pensé que una infancia sin la compañía de otros
de tu edad es como un erial. Pero él fue un niño que gozaba con sus
aficiones en las que, si acaso le acompañaba alguien, prefería que fuese siempre
un adulto. Curioso, sensible e inteligente, capaz de
apreciar ciertas cosas que sólo se suelen valorar al llegar a la edad adulta,
es un placer contemplar el mundo a través de sus ojos infantiles y fascinados. Cuánto me identifico con él.
Y debió seguir en esa línea
cuando se hizo mayor, ya que él relata todas las épocas de su vida. Cuando, por ejemplo, intentaba evitar
las reuniones sociales que inevitablemente venían acompañadas a la presentación
de alguno de sus libros. Temía el acoso de las señoras, que decían admirarle
mucho, y que le rodeaban acosadoras. Lo mismo que en su gusto por los animales,
que perduró en la madurez, hasta el punto de hacerse biólogo y dedicarse a capturar
especies salvajes por todo el mundo para los zoos, llegando a ser propietario
de uno.
Es imposible no querer a una familia como la de los Durrell a través de las descripciones de Gerald. Todos, cada uno a su manera, conforman un conjunto variopinto, con sus ocurrencias, sus manías y sus gustos, que acaban formando parte de nuestro imaginario como si casi fueran parientes nuestros. Me llama especialmente la atención la parte que dedica a su hermano mayor, Lawrence, que con el tiempo se convertiría, según he leído en internet, en uno de los escritores y poetas más importantes del siglo XX. Pero en aquel entonces, y muy cómicamente descrito por Gerald, era un joven resabiado y petulante que, sin embargo, me ha hecho reir mucho con sus sarcasmos. Se percibe, sin embargo, el amor y la admiración del hermano pequeño por el mayor, algo que se perpetuaría a lo largo de sus vidas.
Es curioso comprobar cómo Gerald Durrell tergirversa la memoria de sus días de infancia omitiendo ciertos detalles, como que Lawrence ya estaba casado cuando se fueron a vivir a Corfú, escenario maravilloso de aquel descubrimiento suyo del mundo. Por ninguna parte aparece aquella 1ª esposa que tuvo su hermano, como si nunca hubiera existido. Lo difícil que debe ser hacer desaparecer de un relato a una determinada persona que, sin duda, participó de todos los acontecimientos que tuvieron lugar. Como tampoco aclara que su hermano no les siguiera en su regreso a Inglaterra, después de 5 años de estancia en la isla. Es como si en todo momento quisiera dar la impresión de que su familia era una piña, un tótem sagrado imposible de romper. Con los años, y ya cada cual haciendo su vida en países diferentes, se vería que la familia casi no se reunía y que incluso cuando murió uno de los hermanos, Leslie, no pudieron asistir a su entierro por sus compromisos y la distancia. Pero en aquel entonces, en tierras griegas, todo era idílico, como suele pasar en la tierna 1ª edad, cuando las familias están aún unidas y las tristezas de la vida (el cabeza de familia murió pronto) se sobrellevan mejor porque permanecen todos juntos.
Es imposible no querer a una familia como la de los Durrell a través de las descripciones de Gerald. Todos, cada uno a su manera, conforman un conjunto variopinto, con sus ocurrencias, sus manías y sus gustos, que acaban formando parte de nuestro imaginario como si casi fueran parientes nuestros. Me llama especialmente la atención la parte que dedica a su hermano mayor, Lawrence, que con el tiempo se convertiría, según he leído en internet, en uno de los escritores y poetas más importantes del siglo XX. Pero en aquel entonces, y muy cómicamente descrito por Gerald, era un joven resabiado y petulante que, sin embargo, me ha hecho reir mucho con sus sarcasmos. Se percibe, sin embargo, el amor y la admiración del hermano pequeño por el mayor, algo que se perpetuaría a lo largo de sus vidas.
Es curioso comprobar cómo Gerald Durrell tergirversa la memoria de sus días de infancia omitiendo ciertos detalles, como que Lawrence ya estaba casado cuando se fueron a vivir a Corfú, escenario maravilloso de aquel descubrimiento suyo del mundo. Por ninguna parte aparece aquella 1ª esposa que tuvo su hermano, como si nunca hubiera existido. Lo difícil que debe ser hacer desaparecer de un relato a una determinada persona que, sin duda, participó de todos los acontecimientos que tuvieron lugar. Como tampoco aclara que su hermano no les siguiera en su regreso a Inglaterra, después de 5 años de estancia en la isla. Es como si en todo momento quisiera dar la impresión de que su familia era una piña, un tótem sagrado imposible de romper. Con los años, y ya cada cual haciendo su vida en países diferentes, se vería que la familia casi no se reunía y que incluso cuando murió uno de los hermanos, Leslie, no pudieron asistir a su entierro por sus compromisos y la distancia. Pero en aquel entonces, en tierras griegas, todo era idílico, como suele pasar en la tierna 1ª edad, cuando las familias están aún unidas y las tristezas de la vida (el cabeza de familia murió pronto) se sobrellevan mejor porque permanecen todos juntos.
Lawrence Durrell casi no se
reconoce en estas descripciones, según dijo en uno de los libros que prologó de
su hermano, aunque no descarta que probablemente él fuera así. Era el
intelectual de la familia, los libros atestaban su habitación, y siempre estaba escribiendo. Yo
estoy ahora con su Justine, el 1º de los que escribió de El cuarteto de
Alejandría, y aunque su prosa es magnífica y hermosa me está costando su lectura porque la
trama no me resulta interesante. Me pasó con la última novela de Antonio
Gala, y al igual que con él si continúo hasta el final es porque de vez en
cuando intercala pensamientos de una profundidad extraordinaria, reflexiones
personales sobre la vida y el mundo que son muy particulares y que yo
misma me he hecho alguna vez, no habiéndolas encontrado nunca en ninguna otra
parte. Es como si mis más intimas intuiciones se materializaran por 1ª vez en
palabras ante mis ojos. Es muy curioso, y un poco inquietante.
Lawrence, inglés al que no le
gustó nunca Inglaterra, coleccionista de esposas, amigo de tantos
intelectuales del momento, entre ellos su adorado Henry Miller, con el que
aparece en esta foto nudista, tan libres ellos como fueron de prejuicios y
moralinas, es el más conocido de los Durrell. Aunque si algo tienen en común él
y Gerald es un talento extraordinario unido a una naturalidad enorme, una
perspicaz inteligencia junto con una elaborada sencillez, la desenvoltura de su
lenguaje y su pensamiento, que no conocen artificios ni ataduras,
conformando todo ello un sello personal que los distingue del resto de su
generación. Ya todos los miembros de aquella familia murieron, pero la viveza
de sus experiencias y su forma de afrontar la vida los ha inmortalizado en la
memoria literaria, y en nuestra memoria, para disfrute de los lectores de todos los tiempos.
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