viernes, 27 de septiembre de 2013

Abdicación


La mala salud del Rey parece arreciar el rumor de su posible abdicación. Es muy típico de este país nuestro aprovechar la situación de indefensión de un personaje público para forzar un cambio, largamente esperado que, seguramente, nunca se va a producir por iniciativa propia. Nuestro monarca adolece del mismo mal que la reina de Inglaterra: un gusto exacerbado por el trono y todo lo que ello lleva consigo. Da igual los años que ya tenga y los que haya pasado desempeñando el cargo, para estas personas la palabra jubilación no existe en su diccionario particular, morirán, como se suele decir, con las botas puestas.

Me preguntaba mi hijo hace poco qué era eso de la abdicación. A la gente joven le suena un poco anacrónico todo lo relacionado con una institución que pertenece a épocas muy lejanas en el tiempo y que a todas luces está obsoleta. Me preguntaba por qué el Rey no quiere abdicar y si no hay ninguna norma que le obligue a ello. De su trabajo, al contrario que sucede con el del resto de los mortales, tiene libre disposición, él decide cuánto quiere permanecer en él, aunque en su caso no llegara al trono de la forma habitual en que lo hacen otros monarcas, pues nadie abdicó en él,como todos sabemos España estuvo sin monarquía durante muchas décadas.

Hay instituciones como la monarquía y el Papado en las que sus cabezas visibles parece que se sienten obligados a desempeñar sus funciones hasta el último aliento de sus vidas. Afortunadamente Benedicto XVI rompió esa costumbre no escrita, que ya había roto también un antecesor siglos atrás, por la que está mal visto que se abandone el cargo en beneficio de otra persona, aunque ya no puedas más. El martirio de Juan Pablo II fue un espectáculo terrible que no podremos olvidar, alguien que se estaba muriendo a ojos vista ante la impotencia general. Ni siquiera el deseo de emular a Cristo en su sacrificio es, me parece, causa suficiente para pasar por algo tan inhumano. En el siglo XXI las acciones ejemplarizantes son de índole más positiva, más constructiva.

El caso de la reina de Inglaterra es bastante peculiar, como peculiares son las costumbres de los británicos. Se debe considerar la única persona en el Universo apta para desempeñar su papel. Es lamentable haber visto envejecer a su hijo y ya nunca heredero, que parece ser que tiene un principio de alzhéimer, sin haber tenido oportunidad de demostrar su valía. Creo que eso no es precisamente querer a tus hijos, pues ha puesto en evidencia a su primogénito, lo ha educado para ser rey y luego lo ha desechado para el cargo. Y si el mayor de sus nietos va a serlo es porque a todos nos llega la muerte, sino seguro que veríamos a Isabel eternamente reina, con su sempiterna corona luciendo sobre su cabeza, los vestidos y bolsos tan catetos que suele usar, pasando revista a las tropas, en actos oficiales, o sentada frente a un grupo de negritos danzando en plan salvaje medio desnudos en alguna de sus visitas a exóticos países. Es más pintoresca la reina con su aspecto en momentos como ese que el que ofrecen los propios indígenas.

El Rey hace otro tanto de lo mismo. Con la excusa de su capacidad para mantener buenas relaciones con países diversos, especialmente árabes, que se supone benefician nuestra economía, se empeña en mantenerse en un cargo que ya le viene grande por su edad. Esa exhibición de resistencia física poco antes de operarse esta última vez es el alarde de un niño pequeño que ha cogido una pataleta porque le quieren quitar su caramelo. Alarde patético donde los haya, masoquismo puro y duro, castigar el cuerpo y la mente en aras de no se sabe muy bien qué, puesto que el honor inherente a su posición se lo ha pasado por la piedra en forma de incontables mujeres con las que ha sido infiel a su mujer. “Es que es Borbón”, dicen los entendidos, pretendiendo justificar la miseria moral de su vida personal, sus bajezas. Como si semejante indignidad fuera algo que se transmitiera por la sangre, genéticamente, y no se pudiera remediar. Y si fuera así que lo traten, como le tratan tantas otras dolencias.

El príncipe Felipe lleva toda su vida recibiendo una educación y preparándose para un puesto que no termina de llegar. Tiene ya 45 años, y afortunadamente parece no tener en común gran cosa con su padre, por lo menos nada de lo que pueda serle reprochable. Porque nadie ha dicho que por el hecho de ser rey se tenga que ser perfecto, infalible, ya no se dice como en otras épocas históricas que su mandato es de origen divino. Pero como persona está dejando mucho que desear, no está demostrando amor a su familia, y me pregunto si las personas que están ya tan rebasadas de todo como él quieren y respetan realmente a alguien. No quiere a su hijo porque su soberbia le impide ser sustituído por él, eternamente aplazado su futuro, ni ha querido a su esposa a la que ha engañado con todo quisqui. A sus hijas también alcanza el descrédito de tener un padre que por su conducta está en boca de todos. Quizá por eso ellas se han visto a su vez involucradas en otros escándalos, pues no han tenido buenos ejemplos a seguir durante su niñez.

No olvidamos los momentos decisivos que el Rey ha vivido junto a la nación, el largo proceso hacia una democracia, tarea que no es fácil llevar a cabo, momentos inolvidables en los que ha estado ahí para lo que hiciera falta, como referente institucional y sentimental que ha sido siempre, miembro como es de una dinastía que forma parte de nuestra Historia desde tiempos remotos. Pero según ha ido deteriorándose física y mentalmente, antes de seguir haciendo el ridículo y dejando a la institución a la altura del betún, tirando por tierra la reputación conseguida con años de trabajo, es de nobleza, de la que parece carecer a pesar de ser rey (el hábito no hace al monje), y sobre todo es de humanidad que abdice de una vez por todas, esté enfermo o no. Porque a lo mejor la impopularidad va a crecer tanto que se termina decidiendo prescindir de la monarquía, sin cortar cabezas como en la época del rey Sol, claro está, ni exilios forzosos, de los que su familia sabe mucho, pero sí tajantemente. Y en qué se convertirían ellos, en simples aristócratas me imagino. A lo mejor les estarían haciendo un favor, pues vivirían más a su aire, más tranquilos, con menos obligaciones, y nosotros también, la verdad, y el dinero destinado a la institución se dedicaría entonces a cosas que hicieran más falta.

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