jueves, 5 de septiembre de 2013

El accidente de Santiago


Todavía sigue coleando el asunto del accidente ferroviario de Santiago. Hasta un amigo de Facebook extranjero me ha preguntado en el chat por ello. El morbo que existe en el mundo de la comunicación está alcanzando cotas impensables. Detesto la cobertura mediática desmedida de hechos truculentos. Las noticias se propagan hoy en día como lo hizo la peste en la Edad Media. La imagen del tren descarrilando ha sido portada en muchos periódicos europeos, como si no tuvieran ellos sus propias noticias. Las secuencias repetidas como en un bucle, en las que se ve la locomotora desplazándose tumbada de medio lado a enorme velocidad hasta chocar contra un muro, me parecen de un mal gusto incalificable, como sólo una sociedad enferma como la nuestra, ávida de carnaza, puede llegar a tener.

No veo que a los accidentes de avión, que son aún más truculentos, reciban tanta atención de los medios de comunicación. Nadie propone minutos de silencio en respeto a los fallecidos, ni días de luto. Las comparaciones son odiosas, pero esta es la cruda realidad.

Desde el accidente de Santiago nos hemos habituado a ciertos términos y conceptos que a la mayoría nos eran desconocidos. Los “vagones mula”, el 2º y el penúltimo, que son los que más pesan y los que se suelen llevar la peor parte en los siniestros; el "pedal del hombre muerto”, mecanismo que debe pisar el maquinista cada 55 segundos porque si no el tren se pararía, y es señal de que está atento a la conducción; los sistemas ERTMS, automático y muy seguro (ignoro por qué no se implanta en toda la red ferroviaria nacional), y ASFA, que funciona con señales luminosas y acústicas, y que no es tan preciso como el anterior, siendo sin embargo el más antiguo y extendido. También desconocía que una cámara vigilase en todo momento al maquinista, para comprobar que no se duerme y avisarle si así fuera.

Resulta siniestro ver cuán azarosa es la vida, cuán dispar la fortuna, pues reparte bendiciones o desgracias a diestro y siniestro sin contemplaciones. Unos consiguieron salvarse y salir casi indemnes del desastre, otros perecieron de manera cruenta o han sobrevivido con secuelas terribles. Vagones a los que apenas afectó el impacto, y otros que saltaron por los aires o se incendiaron. Por lo visto lo peor es que los asientos sean arrancados de sus anclajes y se empujen unos a otros como en un devastador efecto dominó. Es la suerte, o el azar, no sé bien cómo llamarlo, que permite que las truculencias te pillen en el lugar adecuado, la vida misma, y si no es así estás arreglado.

Es conmovedor la forma como la ciudad se volcó con las víctimas, pero no deja de dolerme la retina cuando veo en los noticieros del mundo entero las lugareñas que fueron a socorrer a los heridos, ataviadas como las doña Rogelias que luego venden fabada en los anuncios de televisión. No quisiera avergonzarme de las idiosincrasias de mi país, pero luego no me extraña que sigan teniendo en el extranjero una imagen nuestra, muy estereotipada eso sí, de gente de boina y pandereta.

Supongo que si yo hubiera sido una de las accidentadas en un desastre de tal calibre me habría importando un pito la pinta que tuvieran mis auxiliadoras. Sólo habría escuchado el latido de su grande y generoso corazón latiendo junto al mío, si es que el mío aún hubiera podido seguir haciéndolo.

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