miércoles, 25 de septiembre de 2013

Renoir


Cuando una película está dedicada a una figura de renombre como fue Renoir, esperas encontrar algo hecho con más pasión, con más fuerza. En este film, sin embargo, hay otros aspectos a tener en cuenta que lo salvan de la mediocridad.

Obviando el hecho de que los diálogos y los actores resulten flojos, a excepción quizá del actor que encarna a Renoir padre, uno se pierde en un mundo de luz y de color cuando se contemplan los bellísimos planos de la vida campestre en Niza allá por 1915. No cuesta imaginar que esos paisajes sigan siendo los mismos hoy en día, a pesar del paso del tiempo y los estragos de la civilización moderna.

Es un festival de los sentidos contemplar esas praderas tan extraordinariamente verdes, esos bosques frondosos, las flores delicadas, silvestres y multicolores creciendo aquí y allá. Ver a los intérpretes internándose en un manso río, metiendo las piernas en ese agua transparente, en medio de una atmósfera balsámica, casi mágica, los árboles mecidos por una suave brisa que a ratos se torna violenta, huracanada, el sol filtrándose entre las ramas con un resplandor dorado, nos hace creer esperanzados que aún existen lugares en la Tierra que no han sido mancillados por el ser humano, sitios donde pervive la pureza.

El murmullo del aire cuando acaricia las plantas, el dulce canto de los pájaros, el crujido de la vegetación al caminar, todo esto constituye un universo bucólico que produce ensoñación y bienestar, un placer sensorial que los adelantos técnicos del cine han sabido captar. Deseé al instante encontrarme en un lugar así, quedarme a vivir incluso, rodeada de Naturaleza y paz.

Los efectos de la luz se perciben especialmente en las escenas de interior. La forma como los rayos de sol iluminan el pelo rojizo de la protagonista, mientras posa para el maestro, o su piel tan blanca, que Renoir buscaba siempre en sus modelos, es realmente delicioso. La escena era ya una obra de arte antes de ser plasmada en el lienzo. Los colores de los ropajes, del tapizado de los sillones, de las maderas de los muebles y el suelo, cautivan los sentidos. Es una casa de campo con un aire descuidado y decadente, pero elegante al mismo tiempo.

El mismo efecto de luz y color tenía lugar cuando la protagonista posaba entre sol y sombra en los jardines de la casa o en el campo. Renoir hacía su propia interpretación de las formas. Su modelo decía que siempre la dibujaba gorda, pero él mismo afirmó que lo importante no era el dibujo sino el color. Trabajaba incansablemente pese a su avanzada edad y sus múltiples problemas de salud. Ver sus manos y sus piernas llenas de bultos y la carne tumefacta, a causa de la artritis reumatoide que padeció el último cuarto de siglo de su vida, impresiona enormemente.

Renoir tenía que dormir envuelto en una estructura de cuero para que las sábanas no le rozaran el cuerpo. Iba siempre en silla de ruedas, pero su médico le obligaba de vez en cuando a caminar. En la película aparece con vendajes en las manos, pero en realidad su afán por no dejarse vencer por su enfermedad le llevó a atarse los pinceles a sus extremidades. Su hijo más pequeño ideó para él un sistema que permitía desplazar los lienzos por un carril para que tuviera siempre los ángulos de visión que precisara sin tenerse que mover.

Fue este hijo el que más sufrió la indiferencia de un padre que tenía edad para ser su abuelo. Como no le dejaba ir a la escuela porque le parecía una pérdida de tiempo, le obligaba a estudiar en casa pero, al mismo tiempo, se desentendía de él buena parte del día, ocupado como estaba en su obra, por lo que el chico vagaba de aquí a allá aburrido y amargado. La aparición del hermano mediano, Jean, herido en la guerra, que llega para reponerse, es un aliciente para él. Con el tiempo Jean se convertiría en un reputado director de cine, pero en aquel momento no sabía muy bien qué hacer con su vida. Más tarde aparecerá el mayor de los hijos, herido también. Todos ellos lamentan el poco interés que despertaron siempre en su padre, que apenas les hablaba, casi como si no existiesen, y mucho menos les dedicaba atención o afecto.

Sin embargo Renoir ve a su difunta mujer junto a él en la cama cuando duerme, y al preguntarle angustiado qué va a ser de sus hijos, especialmente de Jean, que aún no había regresado, descubrimos que el pintor fue un hombre abstraído en su mundo creativo al que costaba mucho demostrar sus emociones, y al que sus vástagos no le eran indiferentes. Sus padecimientos avinagraban su humor y no era fácil estar con él, siempre impaciente, exigente e incansable en su trabajo.

Cuatro mujeres estaban a su servicio en la casa, curaban los estragos de su enfermedad, le bañaban, y le llevaban en andas por el campo buscando los parajes más idóneos para sus cuadros. Habían sido sus musas años atrás, hasta que se cansaba de pintarlas y requería nuevas modelos. Ellas se quedaban como criadas, sin queja alguna, pues le adoraban. Cuidaban con mimo las vajillas que Renoir pintó en su juventud, cuando aún no se dedicaba a sus lienzos. Para ellas eran objetos sagrados, de un valor incalculable. De vez en cuando aún las seguía retratando.

Renoir decía que nunca usaría el negro, que la vida ya tenía las suficientes tristezas como para seguir reflejándolas en los cuadros. Amaba el color, la luz, las escenas campestres llenas de paz y encanto. Las mujeres eran su mayor fuente de inspiración, afirmaba admirar sus cuerpos desnudos, su piel, sus pechos, sus cabellos.

El maestro daba consejos sobre el Arte y la vida, pero en realidad no se tenía por un gran artista, era una persona modesta que hacía lo único que daba sentido a su existencia, algo sin lo que no hubiera podido vivir. El actor que interpreta a Auguste Renoir ha sabido mostrar con una gran sensibilidad las zozobras del artista en sus últimos años, su tristeza, su fastidio cuando algo le parecía absurdo o le aburría, sus momentos de felicidad rodeado de su familia.

Me encantó la enorme casa en la que vivía, en medio del campo, con enormes cristaleras hasta el techo en la planta baja, que dejaban pasar la luz a raudales y permitía disfrutar del bellísimo entorno natural. Los movimientos de cámara por los pasillos, tras los actores, captando su cotidianeidad, te introduce en un mundo del que parece que formemos ya parte. La película en su conjunto produce una placidez inigualable, por su armoniosa cadencia, pues son pocos los films que hoy en día no recurren a la acción desenfrenada y los vertiginosos cambios de plano.

En Renoir parece que lo que menos importa es el tiempo, e incluso la historia en sí. Ver esta película es dejarse llevar por una envolvente atmósfera de belleza, ser espectadores del arte de un genio de la pintura, de un ambiente y una época lejanos pero presentes.

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