martes, 3 de septiembre de 2013

Unos días en Benidorm (I)


Nunca antes había viajado sola, pero decidí el pasado puente de La Paloma aprovechar esos pocos días libres para hacerlo, pues el algo que desde hace tiempo quería experimentar. Desde que hay un AVE a Alicante que te deja en tu destino en sólo 2 horas y media es una gozada. Recuerdo los interminables viajes en autocar en mi infancia, cuando tardábamos 6 horas y media ó 7 horas, y sin poder moverse, tan sólo una parada para estirar las piernas y comer algo, si se hacía.

Fuí en el TRAM, el tren de cercanías que lleva a Benidorm, que tarda una hora y cuarto y que va recorriendo todos los pueblos de la costa. En algunos tramos el paisaje es muy bonito, pues casi se mete en la vegetación o se asoma a un inmenso mar azul en el que por un momento parece que vamos a navegar. Pero se hace muy largo.

Ir a Benidorm es como estar en casa, lo conozco como la palma de mi mano. Si iba a viajar por mi cuenta era mejor hacerlo a un lugar conocido. En realidad se trataba de pasar unos días de descanso, y de paso disfrutar de la playa, pues acostumbrada a veranear un mes entero, este año se me hacía muy poco mi semana en Ibiza. Y sobre todo por mi salud, el mar es un remedio natural y sé que luego mis huesos lo agradecerán el resto del año.

Miré en Internet qué sitio de los que hay por la zona a donde quería ir tenía mejor precio, y no es tarea fácil porque Benidorm es caro. Curiosamente, los dos lugares más asequibles resultaron ser el hotel Bali, la enorme torre que en su momento dijeron que era el más alto de Europa, y el aparthotel en el que me alojé. El 1º, que por su aspecto e instalaciones creía que era caro, está un poco retirado de la playa y me resulta un sitio frío y masificado. Además en los foros de opinión no gustaba a la gente porque por lo visto es más bien sucio, entre otras cosas.

El aparthotel que elegí está a pie de playa. Había pasado por delante en infinidad de ocasiones, y siempre me pareció un lugar acogedor. Nunca me había alojado en este tipo de sitios, a medio camino entre hotel y apartamento, pero es justo lo que me apetecía: servicio de habitaciones (cambio diario de las toallas, sábanas y trapos de cocina, recogida de basura, te hacen la limpieza y la cama) y una pequeña cocina a mi disposición para poderme hacerme lo que quisiera sin estar sujeta a horarios. Televisión, wi-fi y aire acondicionado.

Nada más entrar vas a dar a la cocina (me pareció muy curioso). A la derecha el cuarto de baño, amplio, y a continuación la habitación. La terraza, pequeña, era una delicia para mí que no la tengo donde vivo, y allí comía y cenaba al aire libre. Las vistas al mar, sobre todo por la mañana temprano cuando el sol tiene reflejos dorados sobre el mar y casi no hay nadie en la playa, son magníficas. El mobiliario, muy sencillo, de mimbre oscurecido, y tan sólo dos cuadros de adorno junto a las camas hechos con conchas nacaradas y erizos pegados sobre un fondo en dos tonos intensos de azul, como si fuera un fondo marino.

A un lado del apartotel está el hotel Delfín, uno de los mejores sitios de Benidorm, donde mi hermana y mi cuñado celebraron su banquete de bodas. Mirar esa gran terraza con mesas y pista de baile, rodeada de vegetación y junto al mar me traía recuerdos de aquel día que fue tan feliz. Este año han hecho innovaciones, pues han acristalado una parte de la terraza para agrandar el restaurante, con una estructura negra adosada a la blanca fachada del hotel que le da un aire más chic y moderno, y han cambiado el suelo de mármol de la pista por uno de terrazo. La gran haima que cubría la pista también ha desaparecido. Un cartel de neón azul con el nombre del hotel le da al conjunto un aspecto elegante, aunque echo de menos el ambiente majestuoso y un poco decadente que tenía antes.

La 1ª mañana que bajé a la playa, mientras nadaba mar adentro, se acercó una señora con gorro de baño y bañador olímpico, de esos que tienen tiras cruzadas en la espalda, y se puso hablar conmigo. Tenía ganas de charlar. Hablamos de Benidorm, en el que llevaba veraneando tantos años o más que yo. Ella al principio se alojaba en el Rincón de Loix, pero hace 40 años no estaba tan masificado como ahora. Me contó que había unos restaurantes estupendos en los que por poco dinero te comías unas mariscadas, unos pecaditos fritos y unas paellas de aquí te espero. Ahora todo eso ha desaparecido, y se han convertido en locales de espectáculos de boys. Me contó que ahora tenía un apartamento en uno de los bloques enormes que han construido en nuestra zona, un poco retirados de la playa. Decía que hace unos años no le costaba llegar, pero que ahora le habría gustado tener su casa más cerca del mar.

Al decirme su edad me quedé perpleja: 70 años, que a mí me parecían no más de 58. Y el motivo de su buena forma era evidente: una persona que procura practicar algún tipo de deporte y que siempre está activa en su vida cotidiana tiene garantía de salud y movilidad. “Prefiero caminar en el mar que por la orilla de la playa, que hay demasiada gente. Cualquiera que se lo diga dirá que estoy loca”, afirmaba mientras hacía como que andaba en el agua.

Mientras hablábamos fuimos nadando hasta una boya lejana. Me contó que estaba casada y no tenía hijos, y que se había recorrido el mundo entero. A América, las dos, había ido en 6 ocasiones. En Roma vivió 10 años siendo peluquera, que era su profesión. Una vez hizo con su marido un viaje de veintitantos días que le costó 3 millones de las antiguas pesetas, llegando hasta la Gran Barrera de Coral. Las playas de Nueva Zelanda le encantaron, con un césped natural que llega casi hasta el mar, pero me dijo, sorprendentemente, que como en la que estábamos no había ninguna. “Ni siquiera las del Caribe”, me dijo, “porque hay tiburones y no se puede nadar mar adentro”. Me contó que no se fiaba de las barreras de seguridad que ponen para esa eventualidad. Es cierto que todos los que vamos a Benidorm desde hace tantos años lo tenemos como algo entrañable en nuestras vidas, como un lugar del que es imposible prescindir. Aunque conozcas otros sitios siempre procuras ir también allí.

Nueva York le hizo sentir admiración. “Allí lo hacen todo a lo grande… Es impresionante”. Decía que la gente joven con un cierto nivel era digna de ver, “tan altos, tan guapos ellos y ellas, qué clase tenían…” recordaba. Es otro mundo.

Me lamenté de la salvaje explotación inmobiliaria que padece la zona desde hace años, pero ella dijo que en realidad todo cambia con el paso del tiempo, pocas cosas permanecen como eran, es un poco inevitable. Resultó una charla muy agradable.

Detrás del apartotel hay unas escaleras de piedra que suben hacia una calle que rodea la montaña. En esa zona todas las calles tienen nombres de ciudades del Norte. Desde allí hay unas vistas del mar incomparables, y unos chalets de los que salen plantas y flores que perfuman el aire. Al final del recorrido se baja por una pendiente a la playa. Una de las mañanas me puse por esa zona, cerca del rompeolas. Tenía curiosidad por ver cómo se estaba cerca de las rocas, junto al monte. La gente, sobre todo los niños, caminaban sobre ellas buscando cangrejos, armados con una pequeña red. Allí vi hace años a un buceador abriendo un erizo con un cuchillo y comiéndoselo.

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