lunes, 16 de septiembre de 2013

Guerras


Volví a ver Nacido el 4 de julio después de mucho tiempo. Retornaron a mí aquellos años 80, cuando fue estrenada, que parecen ya tan lejanos. La temática de la película, una vez más la guerra de Vietnam, que a los norteamericanos les gusta revivir casi tanto como a nosotros la guerra civil, me parece ahora más que nunca que sigue vigente. Tremendas imágenes del combate, del trauma del protagonista, del proceso emocional por el que pasa hasta que consigue recuperarse de las heridas físicas y psíquicas. La banda sonora del magnífico compositor John Williams, The early days. Massapequa, que suena de fondo en algunas de las escenas más emotivas, me sobrecoge hasta el infinito.

Lo que nunca he entendido es por qué se ha defenestrado tanto esta guerra y no se ha hecho lo mismo con todas las demás. No hay ninguna que no sea atroz, ninguna en la que no se asesine a la población civil, que era sobre lo que más se llamaba la atención en el film. Lo estamos viendo todos los días, Irak, Afganistán, Siria ahora. Me sorprende la prudencia del presidente Obama, lo mucho como se lo está pensando antes de decidirse a iniciar cualquier ofensiva. No sé si será por temor a que le pase como a su antecesor, acusado de llevar a cabo un conflicto bélico sin una verdadera base, o simplemente es una cuestión de humanidad, que sería lo único que debería mover a los dirigentes. Obama no es como el resto de los presidentes que le han precedido, eso se vio desde el principio, y es un alivio, pero no sé lo que sucederá próximamente.

Ignoro el motivo por el que se suele pensar que con la guerra se puede cambiar el curso de los acontecimientos de una manera positiva y eficaz. Las revoluciones sociales son quizá la mejor manera que tiene un pueblo para expresar su malestar ante una situación. Es como el tapón que salta de la botella con mucho ruido por un exceso de presión. En este sentido son necesarias, porque suponen el paso previo a cualquier cambio. Lo malo es que suelen ser reprimidas con dureza y entonces se convierten en otra guerra a pequeña escala.

Pero la guerra como herramienta para solucionar conflictos debería estar erradicada a estas alturas. Se altera, efectivamente, el curso de los acontecimientos, pero no para bien. Todo aquello que no se consigue con el diálogo se pervierte y emponzoña. La Historia queda herida con una cicatriz que ya no desaparecerá nunca, violentada en lo más profundo de su ser, y da igual los años que pasen que se seguirá recordando lo sucedido con dolor y rencor, como pasa aquí con la guerra civil, de la que quedan pocos supervivientes y sin embargo todos continúan hablando como si la hubieran padecido en sus carnes.

Porque qué es la guerra sino una torpe, burda, atroz forma de solucionar un conflicto de intereses. Es la manera de decidir por la fuerza quién se va a llenar el bolsillo o quién va a acaparar el poder. No hay idealismos, ni causas justas, sólo existe la avaricia, la mezquindad, la injusticia y la maldad. Es como una apuesta, los que mueven los hilos se juegan a los dados nuestras vidas, se sirven de nosotros para conseguir sus fines. Nosotros somos su moneda de cambio.

Los mandatarios, cuando inician una guerra, revisten su iniciativa de deber, como si estuvieran obligados a ello por causas morales, o de defensa nacional, o para salvar al mundo de males mayores, cuando el conjunto en sí mismo es inmoral de principio a fin. Torpes maquinaciones y manipulación.

El negocio de las armas, el petróleo, o cualquier otro tipo de comercio, la posesión o influencia sobre un nuevo territorio o un nuevo pueblo, son los verdaderos motivos de la guerra. Qué omnipotente debe sentirse el que se crea como Dios dueño del destino de millones de personas, a cuyas vidas no da ningún valor, simples peones en el juego de la lucha por la hegemonía.

Cuestionémosnos todas las guerras, no sólo unas cuantas. No hay héroes en el campo de batalla. Todos somos mártires.


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