A mi hijo le sucede. Le exponía al psiquiatra hace poco su miedo a las relaciones sociales, algo que no es nada nuevo. Las terapias del Hospital de Día fueron un alivio momentáneo, y todo lo que allí se hizo por él le cambió la vida, pero el problema persiste y, como todo lo que tiene que ver con la salud, si no se le pone un remedio certero en su momento siempre va a más.
Miguel Ángel se encuentra no ya incómodo cuando tiene que conocer gente o estar en un grupo, exceptuando claro la familia, sino francamente mal, siente un malestar profundo que no sabe de dónde le viene ni cómo afrontar, como así le dijo al psiquiatra durante la consulta. Éste se quedó sorprendido por la sinceridad con la que hablaba, pues según él no todos los pacientes son capaces de reconocer su padecimiento en todos sus aspectos y hablar libremente sobre ello. Generalmente utilizan subterfugios, evasivas, disfrazan la realidad para que no les haga daño. Miguel Ángel mira cara a cara su mal como quien se enfrenta a un enemigo que se esconde, y lo reta.
Hoy empiezan sus clases en una escuela de adultos, para terminar por fin los cursos de la ESO que le faltan. Si tiene temor por enfrentarse a un nuevo ambiente y a nuevos compañeros de clase no lo manifiesta. Los 2 ó 3 primeros días está inquieto, pero luego se adapta rápidamente. A la mayoría de la gente cualquier cambio en su vida les pone un poco nerviosos. Es la incertidumbre de lo desconocido. En el fondo está deseando tener una ocupación y poderse relacionar. Pasar los días de vacaciones aislado y siempre haciendo las mismas cosas para entretenerse, que terminan cansándole, es fatal para él.
Pero que se sepa adaptar no quiere decir que esté enteramente a gusto. De hecho luego no se relaciona con ninguno de los compañeros fuera de clase. Le da corte hasta pedir un nº de móvil, por muchas bromas que se hagan entre ellos y mucho buen rollo que pueda haber.
Él es de amigo único, ya desde el colegio. No quiere conocer a nadie más, los grupos le agobian. Esto le lleva a aislarse mucho, pues da pocas oportunidades de salir, el abanico de posibilidades se reduce drásticamente. Todo esto le hace sufrir enormemente, pues es plenamente consciente de que se está perdiendo muchas cosas. Estar encerrado en casa durante días le deprime, y entonces pierde el apetito y el sueño. La medicación le ayuda algo, pero no es suficiente.
El psiquiatra le comentaba que una cosa es relacionarse poco o nada porque no se necesite a los demás, como muchas personas que son muy independientes y consideran que las relaciones sociales les aportan poco y hasta les aburren (cuán pocas personas interesantes puede llegar a conocerse en la vida), y otra cosa es no poder hacerlo aunque se tenga necesidad de ello. En el primer caso no hay sufrimiento alguno, el individuo lleva la vida que quiere llevar, pero en el 2º caso, en el que Miguel Ángel se incluyó enseguida, el afectado lleva una vida a medias, incompleta, frustrante y deprimente.
El psiquiatra calificó el padecimiento de Miguel Ángel como trastorno de evitación, y curiosamente él había buscado en Internet sobre ello, en un intento de entender lo que le pasa, y me habló de ese trastorno precisamente, afirmando convencido que era lo que le pasaba a él. Se puede decir que ya sabía lo que le sucede antes de que el propio especialista se lo dijera. Yo había leído también sobre este trastorno en el curso de Psicología que hice hace tiempo, por lo que no me era desconocido.
Y quién está libre de fobias y miedos. En la época en que el pánico me asaltaba cada vez que me quedaba sola en casa, sobre todo por la noche, sentía un miedo irracional de cuyo absurdo me daba perfecta cuenta. Sin embargo no podía evitarlo. Percibía presencias que se iban a materializar de forma inminente, pequeñas ráfagas de aire que me rozaban, y cualquier ruido me parecía el presagio de una amenaza invisible. Pensaba que cómo era eso posible si llevaba un montón de años viviendo allí y nunca antes había experimentado algo parecido. Pero la mente es así, si un día dejas que ciertos pensamientos y sensaciones se abran paso, por extraños que sean, la espiral de terror puede avanzar hasta límites insospechados, llevándote probablemente a la locura.
Es como cuando ves una película de terror. Antes de verla estabas tan tranquilo por tu casa, pero después todo te da miedo, necesitas encender las luces allá por donde vayas para cerciorarte de que no hay nadie, y vas con cautela pensando que en cualquier momento alguien te va a atacar. Es la sugestión. Eres consciente de lo absurdo de la situación, pero no lo puedes remediar.
O algo tan sencillo como ir en el autobús en uno de los asientos dispuestos en el sentido contrario al de la marcha. La mayoría de la gente decimos que nos mareamos, pero yo he probado a sentarme en uno de ellos y pensar en otra cosa, distraer mi mente. No me he mareado, no he sentido nada de particular, pero si estoy pendiente, si dejo que me invada el vértigo que produce el movimiento en el sentido opuesto al que está orientado mi cuerpo, entonces sí me mareo.
Somos nosotros mismos los que tenemos la solución a esta clase de problemas, somos nosotros los que debemos encarar la situación y encontrar una vía de escape. Cuando cogemos nuestras fobias y miedos y los lanzamos lejos de nosotros, terminan pareciendo una cosa ridícula de la que nos preguntamos cómo han podido alterar así nuestra vida. Lo único que pasa es que una vez que les hemos dejado entrar por la puerta de nuestra mente, no es difícil que puedan volver a hacerlo en cualquier otro momento. Pero ahí estamos para echarlos con cajas destempladas las veces que haga falta. Al fin y al cabo son el producto de nuestra imaginación, nuestras más indeseables creaciones.
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