lunes, 4 de abril de 2011

Keith Richards (I)


He tenido una gratísima impresión al leer el libro que Keith Richards ha escrito sobre su vida y sus peripecias con los Rolling Stones a lo largo de tantos años. Llegué a pensar que se lo había escrito otra persona, un “negro”, como suelen llamarlo ahora, pero todo lo que en él dice es tan personal que no puede haber salido más que de su cabeza y su corazón, y la forma como ha ido desgranando sus recuerdos es tan particular, el estilo de las frases que emplea, su sentido del humor tan sarcástico e hilarante (me he reído a carcajadas con muchos pasajes), que es inevitable creer que, efectivamente, él es el autor desde la 1ª hasta la última palabra. Voy a transcribir muchas de las cosas que dice porque nadie mejor que él mismo para explicar cada acontecimiento.

La manera como comienza a relatar sus vivencias sigue un poco el estilo cinematográfico, pues no empieza con su infancia si no por algunas de las “vicisitudes” que tuvieron lugar durante sus viajes mientras estaba de gira:

“Estábamos hartos del avión, sobre todo después de un vuelo espeluznante de Washington a Memphis en el que de repente descendimos varios miles de metros con mucho sollozo y mucho grito, la fotógrafa Anni Leibovitz golpeándose la cabeza contra el techo y los pasajeros besando el asfalto cuando por fin aterrizamos. A mí se me vio en la parte trasera consumiendo sustancias varias con más dedicación de la habitual mientras íbamos dando tumbos por el aire”.

Luego sí se adentra en sus recuerdos de niño en un barrio londinense, y su primer contacto con el colegio:

“La verdad es que el sistema educativo británico durante aquellos años de posguerra no contaba con muchos medios: el profesor de educación física venía de entrenar comandos”.

También tiene unas palabras para el sistema sanitario inglés de entonces:

“A mí deberían haberme condecorado por sobrevivir a los dentistas del Servicio Nacional de Salud (…) El dentista también había estado en el ejército”.

Sobre los juegos con otros niños rememora las cosas que pensaba muy fidedignamente, como si todavía siguiera siendo un niño:

“Jugábamos a ser el capitán Marcel: “¡SHAZAM!” (si lo decías bien, igual pasaba y de verdad te convertías en un Marcel); recuerdo estar con mis colegas en mitad de un descampado (“¡SHAZAM…! ¡Joder, es que no lo decimos bien!”) y de que otros chicos se reían de nosotros (“¡reíos, reíos, que ya veréis cuando lo digamos bien!. ¡SHAZAM!”)”.

Habla sobre la forma de ser del pueblo inglés, de cómo se vivían los nuevos tiempos que llegaban, y el sentido que la música adquiría en medio de todo eso:

“Inglaterra era un país envuelto en niebla, sí, pero es que además la niebla también se instalaba entre las personas: no se mostraban las emociones (…) Todo aquello era todavía el poso de la era victoriana y quedaba maravillosamente reflejado en las películas en blanco y negro de los sesenta (…) La vida era en blanco y negro; el technicolor estaba a la vuelta de la esquina pero en 1959 todavía no había llegado. Y, aun con todo, la gente quiere llegar al otro, al corazón del otro, por eso existe la música: si no eres capaz de decirlo, cántalo”.

Keith Richards describe muy elocuentemente lo que sentía cuando empezó a componer, y lo que empezó a significar para él la música:

“Era algo muy parecido a una droga. De hecho, era una droga mucho más potente que el caballo: el caballo siempre lo puedes dejar, la música no. Una nota lleva a la otra y nunca sabes exactamente qué viene después, y tampoco quieres. Es como caminar por una bellísima cuerda floja”.

Pero en cierto momento vuelve a sus años de infancia:

“Una de las mejores cosas que me pasaron durante aquellos años, por increíble que parezca, fue apuntarme a los boy scouts: su líder, Baden-Powell, un tipo realmente majo que entendía bien a los niños y lo que les gustaba hacer, estaba convencido de que, sin los scouts, el imperio se desmoronaría. Y ahí llegué yo, miembro de la sección séptima de los scouts de Dartford, patrulla de los castores, aunque el imperio daba la impresión de estar derrumbándose de todos modos por razones completamente ajenas a la nobleza de carácter o la habilidad para hacer nudos”.

Habla con cierta burla de un componente que tuvo la banda al principio de su carrera, que era pianista:

“La única fantasía que se permitía Stu era aquel rollo de que era el legítimo heredero de Pittenweem, que es un pueblo de pescadores que hay al otro lado del río a la altura del campo de golf de St. Andrews, siempre se andaba quejando de que se lo habían usurpado por culpa de no sé qué líos entre linajes escoceses. ¡Cómo vas a discutir con un tío así!.

- ¿Por qué no se oye el piano?.

- - Perdona, pero estás hablando con el señor de Pittenweem”.

Hay más opiniones a cerca de la música y su repercusión social:

“Lo que descubrí sobre la música y el blues, al remontarme al origen de las cosas, era que nada aparecía por generación espontánea, que por muy bueno que fuera algo, no era el resultado de un único golpe de genialidad. Un tío genial escuchaba a otro tío genial y lo que producía era su propia variación sobre el tema, así que de repente te dabas cuenta de que todo el mundo estaba conectado”.

“Es una sensación impagable. Y llega un momento en que te das cuenta de que realmente has abandonado el planeta durante un rato y de que eres intocable flotando a varios metros del suelo (…) Sabes que te has ido a un sitio donde la mayoría de la gente nunca ha estado, un lugar especial, y a partir de ese momento vuelves una y otra vez a ese sitio”.

“Los bolos de los primeros tiempos, la sorpresa y la emoción de ser un grupo que actuaba”.

También tiene un recuerdo de cariño para ese primer componente del grupo del que, como antes he dicho, hacía mofa y que tuvo que abandonar, cuando aún no tenían la fama que alcanzaron después:

“Por desgracia, el contrato con Decca hizo que Stu tuviera que bajarse en marcha: seis tíos son muchos tíos y el que sobra es evidentemente el pianista. Así de brutal es este negocio. En vista de que Brian se había erigido en líder del grupo, le tocó a él comunicarle la sentencia al reo. Fue una situación muy difícil. Stu no se sorprendió y creo que de hecho ya había decidido qué iba a hacer si le tocaba marcharse; lo entendió perfectamente. Nosotros pensamos que nos iba a salir con algo como “que os den por el culo, muchas gracias”, pero ahí fue donde se vio lo grande que era el corazón del tipo, porque a partir de ese momento fue en plan “bueno, pues entonces os llevo yo en coche a los sitios”. Siempre estaba en las grabaciones. A él lo único que le interesaba era la música.

Para nosotros nunca se marchó y él lo comprendió perfectamente: “No tengo precisamente la misma pinta que vosotros, ¿a que no?”. Tío, no existe un corazón más grande: había sido decisivo para reunirnos y no iba a dejarnos porque tuviera que pasar a un segundo plano”.

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