Aquí aparece el abuelo Alfonso, el padre de mi padre, en Toledo, a donde había ido a hacer unos cursos para ascender. Fue dos años después de acabar la guerra, y se ven las ruinas del Alcázar detrás. Se retiró de coronel de Infantería. Yo lo recuerdo muy serio. Cuando algo le hacía gracia tenía una sonrisa muy interesante. Los niños no debían ser lo suyo. Le daban dolores de cabeza cada vez que nos reuníamos todos los nietos en su casa. También es cierto que siempre estuvo delicado de salud. Cuando murió tendría yo once años. Todos le lloraron mucho.
La abuela Luisa, la madre de mi padre, conoció a mi abuelo con quince años. Él era bastante mayor. A los diecisiete se casaron. Con dieciocho tuvo su primer hijo. Mi abuela parecía una porcelana oriental. Era muy cariñosa y parlanchina, aunque de vez en cuando sacaba a relucir su carácter. Tenía, como mi otra abuela, unas manos maravillosas para la cocina. Ella y mi abuelo estuvieron toda la vida juntos. Cuando él murió no hacía mucho que habían hecho las bodas de oro. Años después ella nos confesaba a mi hermana y a mí que a veces se despertaba por las mañanas extendiendo la mano hacia el lado de la cama que él ocupaba, con la esperanza de que aún estuviera ahí.
En esta foto se me ve llorosa. Quisieron que me metiera en aquel jardín para hacérmela, y yo me puse a llorar porque no quería pisar la hierba, que le podía hacer daño. Un ser vivo es un ser vivo, da igual que sea vegetal. Sensibilidad extrema era lo que yo tenía. Andaba yo por los dos añitos. Por supuesto que no me acuerdo de nada.
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