martes, 26 de abril de 2011

Los Picapiedra


El otro día me ponía a ver en uno de los canales infantiles de Digital +, que aún conservo pese a que mis hijos por su edad ya no los ponen nunca, (y con la esperanza de que echen algo del Walt Disney de hace años), un episodio de Los Picapiedra. Recuerdo que de niña me encantaban, y que muchas noches, si me costaba dormirme, sólo bastaba con que recrease en mi mente el que hubiera visto ese día para entrar poco a poco en un dulce y apacible sueño.

Ya casi no me acordaba de muchas de las cosas que había en la serie que me divertían tanto, pero a poco de empezar a verla caí en la cuenta de por qué me gustaban tanto. Todo en ellos es ciertamente original e hilarante. Sus golpes de humor tienen su puntito irónico y jocoso, algo que también empleaba Walt Disney en sus historias. Y es que a los niños de antes nos trataban como a pequeños adultos, no tanto por los contenidos en sí como por el tono con el que eran relatados, siempre con inteligencia y agudeza. Se apelaba a la complicidad de la gente menuda, y se respetaba su inocencia. A los peques de hoy en día se les trata como a brutos y a estúpidos, pues se les ofrecen argumentos llenos de violencia y sexo velado, cuando no vacíos, monótonos y carentes de interés.

Sólo ver a Pedro Picapiedra con ese traje naranja plagado de manchas negras y esa extraña corbatita azul te llamaba poderosamente la atención. Su manera displicente de tratar a su vecino y mejor amigo, Pablo Mármol, recordaba un poco al juego de los payasos en el circo cuando uno hace de listo y castigador y otro de tonto al que le llueven las tortas. A Pablo rara vez lo llama por su nombre, siempre le dice despectivamente enano. Nunca me había fijado que Pablo tiene los ojos vacíos, lo que contribuye a darle inexpresión a su cara y a que parezca poco avispado.

Todos los personajes de la serie usan animales prehistóricos para las tareas del hogar. Un pequeño mono abre y cierra la puerta del garaje con una manivela.

Otro pequeño mono frota la ropa dentro de la lavadora sobre una tabla de lavar, mientras un elefante echa aire dentro con su trompa para hacer burbujas.

En este episodio construían un pequeño anexo a la casa: un pez espada hacía las veces de sierra para cortar la madera; un picamadero habría una ventana en la casa, aunque quedaba exhausto porque lo suyo es picar madera y no piedra; un dinosaurio hacía de grúa; a los castores les metían la cola en botes de pintura para pintar la fachada.

Después de comer Pedro unas costillas enormes, que suponemos pertenecientes a alguno de los enormes animales prehistóricos que existían, le quita una púa a un puercoespín que tiene a su lado en la mesa para usarlo de mondadientes. El animalito le increpa con fastidio diciéndole que es de mala educación hacer eso en la mesa, pero el otro no hace ni caso. La mayoría de los animales que utilizan hacen las tareas con fastidio. Pareciera que tienen más entendederas que los humanos.

Dino es un pequeño dinosaurio que es la mascota de la casa, y le recibe como si fuera un gran perro, derribándolo al suelo y echándosele encima para darle lametones. Es muy juguetón y no suele prestar atención a casi nada de lo que se le dice.

Cuando tienen que escribir le dan golpes con un punzón a un trozo de piedra, y si tienen que llamar por teléfono usa un “cuernófono”, un cuerno atado a un cable telefónico que queda cuanto menos muy decorativo. Si ponen música usan una especie de pterodáctilo para que pose su gran pico sobre el disco.

Vilma y Betty, las remilgadas esposas de Pedro y Pablo, son muy amigas y siempre están hablando de sus cosas. Nunca hacen mucho caso de las continuas peleas de sus maridos, y si al principio se preocupan un poco, terminan por burlarse de ellos, como si fueran sólo chiquillos. La calma de Vilma me hace mucha gracia, es absolutamente estoica, a nada le da la debida importancia hasta que la situación es tan insoportable que termina montando en cólera. A ella y a Betty les han prohibido sus esposos hablarse porque ellos han vuelto a discutir, y se las ingenian para seguir en contacto ideando un código morse a base de abrir y cerrar las persianas de las ventanas de sus casas repetidamente.

Pablo, cuando le tocan las narices, también saca a relucir su genio, y ya no parece tan simple y manejable como suele. Uno y otro traman pequeñas venganzas que terminan en agua de borrajas, cuando se dan cuenta con tristeza de que es absurdo ir por ese camino porque así son infelices. Siempre acaban dándose un abrazo, reconociendo que en realidad ellos se quieren y que no podrían pasar el uno sin el otro.

Pequeños huesos hacen las veces de clavos para colgar cuadros en la pared, y también sirven para sujetar el pelo de Pebbles, la hija de Pedro, que siempre me pareció una monada. El hijo de Pablo, que es un poco mayor, tiene una fuerza descomunal, y para demostrarlo voltea a Pedro en el aire y lo tumba en el suelo varias veces con sólo agarrarle por una muñeca.

Unos chicos más jóvenes tocan extraños instrumentos en una orquesta. Dos tortugas sustituyen a los timbales.

El hecho de que los coches funcionaran porque los personajes sacaran las piernas y corrieran era algo que me chocaba de niña mucho, un absurdo hilarante más de los muchos que tiene la serie. Y que el troncomóvil se ladeara y cayera al suelo cuando la camarera le ponía una enorme costilla al traer el pedido era lo más.

Los episodios acababan siempre igual, con Dino cerrando la puerta de casa tras de sí, en mitad de la noche, y dejando a Pedro fuera aporreando sin cesar y gritando el nombre de su mujer para que le abra. Los animales imponen sus normas, en cuanto encuentran la ocasión. La frase “¡Vilma, ábreme la puerta!”, vociferada a pleno pulmón, se ha quedado para siempre grabada en la memoria de toda una generación.

La película que hicieron sobre el tema no tiene color. Es mejor ver los dibujos animados, con esas voces en castellano neutro que se usaban tanto antes en los doblajes de este tipo de entretenimientos. No se ha vuelto a hacer nada igual. Son irrepetibles.

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