Cuánta emoción hoy para los que somos románticos empedernidos, amantes de las historias con final feliz. Una vez más el común de los mortales asistimos palpitantes a otra boda de cuento de hadas, que nos ha hecho recordar a aquella otra que tuvo lugar hace ya tanto tiempo, cuando se casaron los padres del contrayente. Pero en esta ocasión no nos dejamos envolver por la nube de glamour que envolvió a aquella. Ahora vemos a dos personas de carne y hueso que pasan por la vicaría con el boato que su condición requiere, y con los pies bien puestos en el suelo.
Quién no recuerda a lady Diana Spencer caminando por el interminable pasillo de la Catedral de San Pablo de Londres, con su larguísima cola arrastrando por la alfombra de gala, su velo tan esponjoso y sugerente, la explosión de flores en el altar y en los bancos donde se sentaban los invitados. Nunca un acontecimiento de estas características había suscitado una curiosidad tan enorme ni había acaparado la atención pública de aquella manera. Las cámaras de televisión siguieron paso a paso cada momento de la ceremonia, y millones de personas contemplaron en directo cómo se casan los miembros de la monarquía en un país que al fin y al cabo son sólo unas islas.
Diana Frances Spencer sonreía tímidamente a todos, bajando un poco la cabeza, en un gesto que fue muy de ella al principio de su carrera pública. Era muy joven en aquel entonces y estaba empezando a vivir, y de la noche a la mañana se había convertido en la protagonista involuntaria de un cuento de hadas contemporáneo en el que no podía perder ningún zapatito de cristal (exigencias del rígido protocolo inglés). Confiada, enamorada, caminaba del brazo de su recién estrenado marido, el único hombre de su vida.
Él se había retirado al campo unos días antes para meditar el paso tan decisivo que iba a dar. Qué sensato y reflexivo, pensamos todos en su momento. A nadie se le ocurrió que en realidad se estaba debatiendo entre dos mujeres, y que la decisión que tomó fue la única que parece que le dejaron tomar los que siempre han decidido por él: casarse con la bella jovencita y seguir su affaire con la que realmente estaba enamorado.
Quién ha dicho que por pertenecer a la monarquía se esté libre de los mismos pecados y miserias que el resto de la gente. Adulterio, estafa sentimental, con las consecuencias psicológicas tan penosas que todo ello lleva consigo.
Mirando hace un momento las imágenes de Kate durante el enlace, se ve a una mujer serena y segura de lo que hace. Ella no parece arredrarse ante las dificultades, aunque la presión mediática la afectará de alguna manera (nadie es de piedra). Su creciente delgadez desde que empezaron los preparativos hasta que ha llegado el día nos hacen imaginar que los nervios tienen algo que ver. De todos modos, en la corte británica desde que lady Di entrara por vez primera, parece requisito imprescindible que la figura de las mujeres que la integran sea lo más delgada posible. Se inauguró la era de la anorexia, algo que Sara Ferguson llevó tan mal, ya que iba contra su naturaleza.
Millonaria gracias al éxito de sus progenitores con la venta por Internet de artículos para fiestas, su posición le permitió a Kate introducirse en los círculos más selectos. Pero no podemos olvidar sus cualidades como persona: su inteligencia, su naturalidad, su espíritu de superación, su bondad sin alardes, y también su particular belleza, su encanto, su personalidad. Hay algo en ella que nos hace pensar que no es sólo una persona a la que la diosa fortuna ha sonreído gracias a un golpe de suerte. El príncipe del cuento de hadas no te toca en una tómbola de feria por llevar el número adecuado. Tenía al resto del mundo para elegir, y se quedó con él.
Viendo las fotos recién hechas de su boda, se ve a Kate bien alejada del estereotipo que todo el mundo había fabricado para ella: su vestido no podía ser más distinto del de lady Di por su sencillez y elegancia; su porte no podía ser más seguro; la ceremonia no podía ser más corta. El vestido de la reina era lo único previsible, fiel a sí misma. Y faltaba la madrina, a la que nadie se ha atrevido a sustituir, quiza porque nadie puede sustituir a una madre.
No sabemos si el príncipe será siempre azul, haciendo honor a su dignidad real, pero creo que sí podemos decir que ella va a ser la que es ahora siempre, con los inevitables cambios que en todos produce el paso del tiempo.
Cuando Kate se ha decidido a dar el “Sí quiero”, no lo ha hecho de una forma cualquiera.
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