lunes, 21 de octubre de 2013

Kon Tiki


Ya sólo su nombre lo decía todo de él, Thor, el dios de la guerra entre los pueblos nórdicos. Y es que el noruego Thor Heyerdahl fue un intrépido antropólogo que destacó, entre otras cosas, por su valor y su fuerza emocional. Capaz de superar todos los obstáculos imaginables, se propuso demostrar que la Polinesia no había sido poblada desde Asia, como se pensaba, sino desde América del Sur en la época precolombina.

Diez años antes había estado viviendo con su esposa en las islas, como los indígenas, y dedicado a sus estudios. Éstos le habían abierto los ojos cuando le contaban historias antiguas sobre la llegada de los primeros pobladores, que según ellos, y contradiciendo a la versión oficial, habían llegado desde el este en dirección al oeste, siempre hacia donde el Sol se pone. Adoraban a Kon Tiki, el dios solar en los tiempos preincaicos.

Sus teorías causaban risa en la Royal Society, a donde acudió en busca de apoyos económicos, pero allí le dijeron que ellos no financiaban iniciativas suicidas, porque en caso de que saliera mal les desprestigiaría. Heyerdahl consiguió financiación con muchas dificultades, y a un grupo de hombres, uno de ellos muy amigo suyo, que tenían, salvo uno de ellos, experiencia en viajes por mar.

Fabricaron una embarcación siguiendo el modelo de los primitivos pobladores, hecha a base de troncos de una madera determinada, atados con cuerdas, y en un lado una pequeña casa para cobijarse. En la gran vela que desplegaron pintaron la imagen de Kon Tiki, una máscara roja de aspecto feroz. A ella miraba siempre el antropólogo cada vez que necesitaba ánimos o inspiración durante el viaje.

Partieron desde Perú. Heyerdahl quería demostrar que aquellos primeros aventureros habían utilizado únicamente las corrientes marinas y la fuerza del viento para recorrer 8.000 kms. hasta su destino. Pero, no queriendo confiar por entero el éxito de su andadura marítima a las fuerzas de la naturaleza, llevó consigo aparatos modernos como brújula, sextante, radio, mapas y una cámara, pues uno de los compañeros le dijo que sería bueno rodar un documental, más publicidad para su proyecto. Rodando con ella sobre una pequeña balsa, durante el viaje, Heyerdahl casi pierde la vida al ser perseguido por un tiburón.

La radio no funcionaba muy bien, pero siempre que podían conectarse aprovechaban para contactar con autoridades y medios de comunicación para hacerse publicidad, algo que lograron ampliamente. El sextante les indicó que durante la 1ª parte de su aventura estaban navegando en dirección a las Galápagos, en donde la fuerza del Maelstrom les haría naufragar, y alejándose de su objetivo. Fue una etapa muy dura para todos, en la que atravesaron una gran tormenta que puso a prueba la resistencia de la primitiva embarcación y la de su ánimo. Parecía que el único que estaba convencido de la viabilidad de la expedición era el propio Heyerdahl, y los demás le habían seguido sólo por afán de aventura y notoriedad.

El paso de los días transformó su apariencia física, pues les creció la barba, se les quemó la piel, adelgazaron mucho y sus ropas quedaron astradas. Alguna vez hicieron una inmersión en una cesta que construyeron con cáñamo para que, una vez metidos en ella, pudieran pescar protegidos de los tiburones, pero a duras penas controlaban el miedo que les entraba cada vez que se acercaba alguno.

Una vez un montón de ellos rodeó la embarcación, y uno de los tripulantes se dedicó cómicamente a esparcir por el agua el polvo contenido en unos sobres que el Ejército les había proporcionado para espantarlos, en caso de peligro. Un compañero le preguntó que qué hacía, y éste se lo dijo. “Pero si eso es sopa de tomate” . Era la base habitual de su alimentación. “¿Y el polvo antitiburones?” . “Seguramente nos los habremos comido”, dijo jocoso el otro, pues los sobres se parecían mucho, y puestos a combatir el hambre no distinguían.

En una de esas ocasiones en que los escualos les rodeaban, el papagayo que Hederdahl había traído consigo, un pájaro precioso, con un plumaje de colores increíbles, se fue volando hacia el mar, y se posó por un momento en su superficie, por lo que fue devorado. Son tremendas las imágenes de uno de los tripulantes que, con un gancho, atrapa al tiburón que creía se había comido al infortunado animal, cuando está pasando muy cerca de la embarcación, cogiéndolo por un lado de la cabeza. Otro compañero le ayuda a subirlo, y entonces el 1º se sienta a horcajadas sobre el peligroso bicho y lo mata a cuchilladas, sacándole luego las tripas para ver si encontraba al papagayo. Fue una acción irracional, producto de la rabia y la desesperación, destrozados los nervios como estaban por el largo y difícil periplo.

Lo más espectacular fue cuando, casi al principio de su andadura, pasó por debajo de ellos un tiburón ballena. Yo reconocí la especie enseguida, porque no hacía mucho que lo había visto en un documental. Es un tiburón inofensivo, pues se alimenta como las ballenas, y comparte con ellas su tamaño. Destrozó algún tronco de la embarcación empujando desde abajo, aunque comprendieron que en realidad se estaba alimentando con los pequeños animales que llevaban adheridos. El único viajero que no tenía experiencia en el mar se asustó mucho y le lanzó un arpón. Gracias a que cortaron la cuerda a tiempo no los arrastró hasta el fondo. Todos le increparon, y él sólo atinó a ponerse de rodillas, con unas bobinas de cuerda metálica en las manos que había sacado de su equipaje, suplicando a Heyerdahl que atara con ellas los troncos.

Nunca se había fiado de la resistencia del sistema tradicional que habían empleado los primitivos navegantes. “Ten fe”, le dijo el antropólogo, para su desesperación. Lo disculpó ante el resto diciendo que era un ingeniero que vendía electrodomésticos, era lógico que tuviera miedo. Lo había conocido en un café de Nueva York, mientras intentaba convencer a unos marineros de que les acompañara en la expedición. El ingeniero le escuchó desde una mesa cercana, le abordó al salir y se ofreció voluntario, para dejar atrás una vida sin alicientes ni perspectivas. Lo reclutó por sus conocimientos hidrográficos y meteorológicos. Trabaron amistad enseguida.

Pero sin duda era imprudente, pues resbaló un día mientras caminaba por el borde de la embarcación, y cayó al mar. Los tiburones estaban por todas partes, y como estaba grueso tenía dificultad para nadar con agilidad. Uno de los que habían protagonizado la escena de la matanza del escualo se tiró y lo salvó. Era un hombre intrépido, de los que no se piensan las cosas dos veces. Heyerdahl se quedó consternado al no poder hacer nada. “No sé nadar”, le dijo. “Ya lo sé”, le contestó el ingeniero. “Lo sabemos todos”.

Los vientos y las corrientes encauzaron por fin su travesía, pero aún les quedaba la prueba final: remontar el arrecife de la costa a la que llegaron cuando el viaje tocó a su fin. El ingeniero dijo que esperaran a la ola nº 13, que era la más grande, para, situándose delante de ella, dejarse llevar y así pasar por encima del atolón sin chocar con el fondo de coral. Soltaron un pesado lastre para mantenerse inmóviles, pero los nervios hicieron que el encargado de cortar las olas se precipitara, cortando el lastre antes de tiempo y dejándo que les arrastrara la nº 10. Al llegar la 13 con toda su fuerza les precipitó contra el arrecife y la embarcación quedó parcialmente destruida. Al estar cerca de la playa se hacía pie y Heryerdahl pudo llegar, pese a no saber nadar. Todos sobrevivieron, algo maltrechos.

En la playa, abrió una carta de su esposa que le había dado el miembro de la expedición que era su amigo, el cual se la había entregado antes de tiempo, pues en el sobre había escrito que sólo se abriera al llegar al destino. Heyerdahl respetó este deseo, pero lo que en ella leyó fue amargo, pues su mujer le decía, entre otras cosas, que aquello por lo que más le quería, su pasión por la aventura y la ciencia, había sido la causa de su distanciamiento y, finalmente, su separación. Había preferido emprender la expedición a permanecer junto a su mujer y sus dos hijos, aún pequeños, y estaba segura de que obraría siempre de la misma manera cada vez que la ocasión se le presentara. Su pasión podía más que cualquier otra cosa.

Al regresar, se divorciaron. El resto tuvo vidas que nunca hubieran imaginado, tras la notoriedad suscitada por el éxito de su heroica hazaña. Uno se quedó en la Polinesia, enamorado de su forma de vida y su paisaje. Otro se dedicó a la música, el que siempre estaba tocando la guitarra durante el viaje. El más intrépido, el que mató al tiburón, pereció años después mientras intentaba llegar al Polo Norte esquiando. La aventura era su vida, fuere donde fuere. El ingeniero se convirtió en ministro de Asuntos Exteriores de Perú.

El auténtico Thor Heyerdahl
El documental que hicieron durante el viaje tuvo un éxito enorme, y el libro que Heyerdahl escribió aún más, traducido después a decenas de idiomas, siendo alabado por sus dotes para la escritura. Según he leído en Internet, “es también un escritor notable: posee un admirable don descriptivo, un delicioso humorismo, un estilo claro y vivaz”. Sin duda, la aventura del Kon Tiki les cambió la vida a todos.

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