Llegué a este libro como por casualidad, ni recuerdo dónde leí la reseña que lo recomendaba, y aunque pensé que al estar escrito por uno de los protagonistas de la historia, un grupo de niños malayos en una escuela en precaria situación, iba a ser quizá un poco simple, pues no se trataba de un escritor profesional, intuí sin embargo que el relato me cautivaría, precisamente porque estaría escrito con el corazón, sin artificios. Y así fue.
En La tropa del arcoíris, Andrea Hirata nos cuenta una experiencia vital que fue real y que nos describe con los ojos del espíritu, las emociones que ciertos gestos, palabras y hechos despertaron en él y permanecieron para siempre en su memoria y en su ánimo: “Pero lo que nunca olvidaré es que, esa mañana, vi a un crío de la costa –mi compañero de pupitre- sujetar un libro y un lápiz por vez 1ª. Y en los años venideros, todo lo que ese niño escribiese sería el fruto de una mente brillante, y cada frase que dijera actuaría como una luz cegadora. Y con el paso del tiempo, el fulgor de aquel niño pobre de la costa superaría el oscuro nimbo que durante tanto tiempo había sumido su escuela en la penumbra, y se convertiría en la persona más brillante que jamás haya conocido en todos los años de mi vida”.
La escuela, aunque pobre, tenía unos principios muy firmes sobre los que se asentaba, dando fuerza a la frágil estructura del edificio que la albergaba. “Haz el bien y evita el mal”, el principio fundamental de la Muhammadiyah. (…) Estas palabras quedaron grabadas en nuestras almas, y allí permanecieron durante el viaje hacia la edad adulta”.
El director de la escuela era un hombre que infundía temor a 1ª vista, pero que cuando lo conocías descubrías a un ser humano lleno de tesón, bondad y sabiduría. “Como el aspecto de Pak Harfan era tan similar al de un oso pardo, a los niños pequeños les daba un síncope sólo con verle, pero se ganó nuestros corazones casi al instante. Nos tenía fascinados con cada palabra y cada gesto. Ejercía una influencia de bondad y amabilidad. Su comportamiento era el del hombre sabio y valeroso que había atravesado las amargas dificultades de la vida, que poseía un conocimiento tan vasto como el océano, que estaba dispuesto a asumir riesgos y que sentía un interés verdadero por explicar las cosas de tal modo que los demás pudieran comprenderlas. (…) Era un gurú en el auténtico sentido de la palabra, en su significado hindi: una persona que no se limita a transferir conocimiento, sino que es también amigo y guía espiritual de sus alumnos (…)
Cuando le hacíamos preguntas en clase, corría hacia nosotros con pasos pequeños y nos observaba de una manera elocuente con aquella calma de su mirada, como si fuésemos los más valiosos de entre los niños malayos(…)
Nos convenció de que se puede vivir con felicidad aún en la pobreza siempre que uno dé con alegría –en lugar de recibir- tanto como pueda.
Cuando él hablaba, nosotros escuchábamos atrapados en un encantamiento y una observación minuciosos, en una impaciente espera de su siguiente cadena de palabras. Me sentí increíblemente afortunado de estar allí”.
Describe a sus compañeros de clase, y siente especial predilección por uno de ellos. “Dios no bendijo a Lintang sólo con su inteligencia, le concedió también una bellísima forma de ser. Cuando teníamos dificultades con alguna asignatura, él se mostraba paciente al ayudarnos y nos alentaba. Su superioridad no amenazaba a quienes se encontraban a su alrededor, su brillantez no provocaba celos y su grandeza no desprendía el menor atisbo de arrogancia. Era como una bocanada de aire fresco en nuestra escuela. Lintang y el magnetismo de su intelecto pronto se convirtieron en nuestra fuerza vital”.
A veces las fuerzas flaqueaban, porque las condiciones en las que se desarrollaba la vida académica eran tremendas. Sobre todo los chicos, que tenían que desplazarse decenas de kilómetros a través de selvas y peligrosos ríos, soportando las inclemencias meteorológicas, o que tenían que atender a las necesidades de sus casas, ayudar en el trabajo de sus padres a pesar de su corta edad. Entonces el director sabía qué palabras decirles para que recuperaran el ánimo. “Sin embargo, Pak Harfan nunca se cansó de intentar convencer a aquellos niños de que el conocimiento consistía en el respeto para con uno mismo, y la enseñanza era un acto de devoción al Creador; que la escuela no había estado siempre ligada a metas como la obtención de un titulo y hacerse rico. La escuela tenía dignidad y prestigio, era una celebración de la humanidad; era el gozo del estudio y la luz de la civilización (…)
Cuando murió le dedicó unas palabras conmovedoras, llenas de agradecimiento y amor. En una tarde de silencio, un hombre con un corazón tan grande como el firmamento había fallecido. Uno de los pozos de saber que había en un terreno yermo y abandonado se había ido para siempre. Sin embargo, había dejado tras de sí un verdadero pozo en los corazones de once alumnos, un pozo de conocimiento que jamás se secaría”.
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