martes, 15 de octubre de 2013

La tropa del arcoiris (y II)


Pero las palabras más emotivas se las dedica a la que fue su profesora, una chica muy joven que no percibía remuneración alguna por su trabajo, y que se ganaba la vida realizando labores de costura por las noches, que era cuando sus innumerables ocupaciones se lo permitían. “Bu Mus nos vio alineados a lo largo de las rendijas de la pared. Estaba calada, pero se reía con buen ánimo, impaciente por llegar junto a sus alumnos. Y como siempre, sentimos que para ella éramos los niños malayos más valiosos; la maestra no quería perder a uno solo de nosotros, y ella, también, era como la mitad de nuestras almas. Qué afortunados habíamos sido al enviarnos Dios a una profesora como ella. Su servicio era verdaderamente indescriptible. Y mientras ella cruzaba el patio con una hoja de platanera por paraguas, yo hice una promesa en lo más profundo de mi corazón: “Cuando sea mayor, escribiré un libro para mi maestra”.

Hay un episodio especialmente humorístico, cuando el inspector de la zona visita la escuela, y en lugar de criticar sus carencias y amenazar con cerrarla, como hacía habitualmente, se ve sorprendido por un cambio, pues las notas han mejorado notablemente y hay trofeos en la vitrina que solía estar vacía y desvencijada, gracias a un concurso ganado poco antes en reñida competencia con las escuelas privadas para ricos. Pero en las paredes había posters que no le iban a gustar, una imagen de Bruce Lee con alguna frase suya memorable, y otro de Lennon con otro pensamiento inmortal. Uno de los chicos, el más audaz, consigue ponerlos en lo más alto de la pared en el último momento, sabiendo que el inspector tiene una vista pésima, y le hacen creer que son los retratos reglamentarios de las autoridades del país. El tiparraco se fue tan satisfecho.

También es muy interesante el momento en que Bu Mus logra detener el avance de las excavadoras, que se quieren hacer con el estaño del subsuelo de la zona, una de las mayores fuentes de riqueza allí. Cuando ya están en el mismo patio de la escuela, consigue audiencia con los más altos cargos y con una elocuencia basada más en la actitud que en las palabras, hace que la maquinaria destructora se paralice. Andrea Hatari lo describe todo con mucho detalle y es al mismo tiempo conmovedor y edificante saber que aún el dinero no lo puede todo, y que todavía existen seres anónimos y aparentemente insignificantes que, que con la fuerza de su valor y sus convicciones personales son capaces de mover el mundo.

Habla con pesar del momento en que al compañero que más quería, aquel que era tan brillante, se le murió el padre y tuvo que abandonar la escuela. “No tenía absolutamente ninguna posibilidad de continuar con sus estudios, ya que había de hacerse cargo de la obligación de ganarse la vida para mantener nada menos que a 13 personas. Una carga enorme que recaía sobre los hombros de un muchacho tan joven porque su padre, con su delgadez y su rostro amable, había muerto. (…)

Tuvimos que desprendernos de un genio nato. Lintang era como un faro. Qué grandes eran las energías, el gozo y la vitalidad que desprendía. Cerca de él nos sentíamos bañados en una luz que aclaraba nuestros pensamientos, prendía nuestra curiosidad y abría el paso al entendimiento. De él aprendimos la humildad, la amistad y la determinación. (…) Un genio, un nativo de la isla más rica de Indonesia, tenía que dejar la escuela a causa de la pobreza. Un ratoncito que se moría de hambre en un granero lleno de arroz. Habíamos reído, llorado y danzado juntos alrededor de las hogueras, y jamás nos cansamos de sus ideas renovadoras y rebeldes. No se había marchado aún y ya echábamos de menos sus ojillos graciosos, su sonrisa de inocencia y todas y cada una de las palabras inteligentes que pronunciaron sus labios (…)

En aquel instante me di cuenta de que todos nosotros éramos hermanos de luz y de fuego. Habíamos hecho la promesa de permanecer fieles a través de las sacudidas de los rayos y tornados que arrancarían montañas. Nuestra promesa estaba escrita en las siete franjas del cielo, ante la mirada de los misteriosos dragones que reinaban en el mar de la China. Juntos, éramos el arcoíris más bello jamás creado por Dios”.

Todos los chicos tienen su descripción y a todos dedica un recuerdo muy afectuoso. A la mayoría los volvió a ver cuando ya eran mayores, aunque me impresionó especialmente la suerte que corrieron dos de ellos: Lintang, que trabajaba conduciendo camiones sin descanso y que, a pesar de todo, continuaba diciendo cosas sabias, pues no había perdido un ápice de su inteligencia ni había olvidado lo aprendido en la escuela y en sus lecturas, y otro chico que llamaba la atención por su belleza y al que encontró en un centro psiquiátrico por una dependencia desquiciante de su madre, de la que no podía separarse ni un minuto, y junto a la que malvivía en una habitación, ella desesperada y consumida por la carga que tenía que llevar, y él también muy enfermo.

Nunca hubiera imaginado Andrea Hatari que el relato de su experiencia causara tanta sensación, no sólo en su país, donde ha sido llevado al cine, sino en el resto del mundo. Ha escrito luego otros dos libros, secuelas del anterior, que aún no han sido traducidos en nuestro país, pero que en cuanto lo hagan pienso leer. A través de él nos damos cuenta de hasta qué punto la pobreza y la miseria afectan a ciertas zonas de nuestro planeta, y también del afán de superación que los menos favorecidos pueden llegar a desarrollar.

Malasia es un crisol de culturas muy diferentes como son la china y la hindú, a las que se hace referencia en el libro, y en donde se profesa religión musulmana. Allí convergen y coexisten en armonía costumbres muy dispares. De la riqueza de su idiosincrasia y de su abnegación y espíritu de trabajo debemos todos aprender.


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