viernes, 11 de octubre de 2013

Las meteduras de pata de Pablo Motos


Últimamente Pablo Motos y su Hormiguero están para echarlos de comer aparte. Sus programas tienen un nivel de calidad tan cambiante como una montaña rusa, y ciertamente lo celebramos cuando han resultado redondos, pero qué pocas veces es así.

Ayer, sin ir más lejos, fue lamentable. Estaba invitado Miguel Ríos, que tampoco pareció sentirse muy cómodo en algunos momentos. Presentaba un libro autobiográfico, que es a lo que ha dedicado su tiempo ahora que está retirado, en el que volvía una vez más a contar su historia de víctima del franquismo cuando fue encarcelado por posesión de hierbas no precisamente aromáticas. Es un rollo tener que estar escuchando siempre las mismas historias.

El presentador soltó alguna de sus ordinarieces, como hace siempre, exabruptos que estropean lo poco bueno que hubiera hecho hasta ese momento, pues tiene una gran inclinación por lo escatológico, que fueron muy celebradas por su invitado, macarrilla carrozón. Pero no se quedó ahí la cosa: en el apartado donde uno de sus colaboradores se encierra en una habitación con niños para hacerles una cámara oculta por separado, algo que normalmente es ocurrente y divertido resultó de un pésimo gusto, cuando no se le ocurrió otra cosa que hacerles creer que un señor que llegaba y luego se iba les había contagiado su mala suerte con sólo tocarlos, haciendo que pasaran cosas extrañas, caída de estantes, llamaradas saliendo de la pantalla del televisor, etc. Todos quedaron al borde del llanto, muy angustiados. No le encuentro la gracia a hacer sufrir a unos niños, es un simple y un necio.

Motos rizó el rizo cuando, una vez más, sintió celos del protagonismo de alguno de sus colaboradores, en este caso de su reciente incorporación, Anna Simón. Constantemente la interrumpía con comentarios como “Lleva aquí dos días y ya se cree la reina del cotarro”, o “Ya está, lo hemos entendido todo”, o también “¿Hace falta hacer eso?”, todos peyorativos, intentando hacerla de menos o burlarse de ella.

Es como si el maestro de ceremonias de un circo le dijera a los leones que no rugieran demasiado alto para no quitarle a él protagonismo. Si no te gustan o los consideras una amenaza para tu propio lucimiento no los tengas en tu espectáculo. Es una estupidez y el colmo de la contradicción contratar a una persona pensando que va a ser algo bueno en tu programa y luego sentirte violentado cuando efectivamente a la gente le gusta. Parece que Motos presta oído al volumen de los aplausos del público según quién aparezca en el plató en cada momento, sobre todo cuando se trata de él.

Y es que es tan español ser un acomplejado y sentir envidia de los logros ajenos. Da igual que tengamos potencial y talento, siempre hay alguien dispuesto a defenestrarnos, a hacer rodar nuestra cabeza, un envidioso al que molesta que los demás brillen con luz propia y hacen todo lo posible para que se apague o desista, sobre todo cuando tienen la pasta y son los jefes, como es el caso de Pablo Motos, al que sus muchos traumas de infancia y juventud han convertido en un enano mental, aunque a él le acompleje sólo su baja estatura.

Ni el dinero ni ninguna otra cosa podrán solucionar eso. Su error, como el de tantos otros, es creer que la ostentación te hace ser importante, el protagonista, el jefe de todo. Alguien con verdadero carisma y con clase no necesita hacer ver constantemente a los que le rodean que él es el que manda. Así se hacen los déspotas, los tiranos, que no son otra cosa que infelices que no llegan nunca a quererse ni a aceptarse.

Es curioso que las escasas colaboradoras femeninas del programa hayan ido desapareciendo, no sé si porque termina prescindiendo de ellas o porque éstas se van hartas del trato recibido. Hay una misoginia más que evidente, no sólo en el presentador sino también en sus otros colaboradores habituales e inamovibles, que tienen su propia dosis de mala leche o a los que les gusta reírles las gracias al jefe.

Se nota mucho que a Pablo Motos le descoloca estar en presencia de una mujer guapa, sexy, inteligente, divertida y un poco loca como Anna Simón, sus complejos suben de nivel cuando está ella. Con sus tacones inmensos, sus faldas tan escuetas y su desparpajo, que hasta para poner en escena un asunto poco fino o cualquier experimento chorra resulta educada y agradable, esta chica es, como dicen, un valor en alza, muy particular, distinta a todo lo que solemos ver.

Demasiado follón para Miguel Ríos, metido en un programa como este de humor infantiloide y bullanguero. Si hay un ruido que él necesite oir será siempre el rugido del público durante sus conciertos, no el vocinglero y verbenero de El Hormiguero, que en ocasiones sí que trae invitada a gente interesante pero luego no sabe sacarles partido. Lástima horas de televisión malgastadas, con lo que cuestan. Y lo que se llega a poner a prueba la paciencia del espectador. Es increíble.

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