martes, 9 de agosto de 2011

Benjamin Brafman: el abogado del diablo


Es un seductor de jurados. Un tipo irresistible con uno de los porcentajes de casos ganados más alto de EE.UU. Para ello, utiliza todo tipo de tácticas, y no todas admirables. Dominique Strauss-Kahn lo ha contratado para que le evite la condena por abusos sexuales. Así trabaja un tipo duro.

A pesar de haber sido acusado en muchas ocasiones de ser el abogado del diablo, se siente muy orgulloso de su forma de trabajar. "He salvado a más personas del suicidio que cualquier psiquiatra del mundo. Hombres orgullosos que llegan a tu despacho y te dicen que sus familias estarían mejor si ellos se quitaran de en medio. A veces, tienes que morderte la lengua para no responderles que sí, que quizá tengan razón. Pero no, me voy a casa y, cuando mi mujer me ve la cara, sabe que he tenido uno de esos días... Y que es mejor que me deje a solas unos minutos". Quien habla así es Benjamin Brafman, de 62 años, uno de los abogados más duros de Nueva York. Para contratar sus servicios deben concurrir al menos dos circunstancias. La primera es tener dinero suficiente para pagar su minuta: entre 500 y 1500 dólares la hora. La segunda: estar muy desesperado. Porque Brafman es el abogado de las causas perdidas. Con una particularidad que lo diferencia de otros letrados que han hecho carrera en juicios con tirón mediático. Brafman siempre gana. O casi.

Dominique Strauss-Kahn, ex presidente del Fondo Monetario Internacional (FMI), reúne los requisitos para que Brafman lo defienda. Tiene de sobra para pagar sus honorarios, que podrían superar el millón de dólares. En realidad es el patrimonio de su mujer, Anne Sinclair, nieta y heredera del marchante de arte Paul Rosenberg, el que lo avala. Y está desesperado. Su carrera política es historia. Ya ha dicho adiós al FMI y a su candidatura a la presidencia francesa. Y ahora deberá responder de los siete cargos de abusos sexuales y detención ilegal que pesan sobre él por el intento de violación de una limpiadora en un hotel neoyorquino. Puede ser condenado a 74 años de cárcel. Su última esperanza es Brafman.

¿Pero quién es el abogado al que se ha encomendado Strauss-Kahn?. El mismo Brafman responde: "No soy un esnob. Soy un abogado de verdad. Eso es lo que me diferencia de otros que ´practican la ley`. Mis clientes pueden ser famosos o controvertidos. Y otros abogados pueden decir: ´Yo nunca representaría a un tipo como ese`. Bien, no lo harían porque no saben cómo hacerlo", presume para el New York Times. Tiene fama de marrullero. Y de dosificar las filtraciones a la prensa con cínico oportunismo. Y de ser el más espabilado a la hora de aprovechar cualquier resquicio o defecto de forma para tumbar las pruebas del fiscal. Va en el oficio. Pero, además, es un encantador de jurados. Engatusa, divierte, entretiene... Es todo un espectáculo. Tan ameno y tan caballeroso durante los interrogatorios que, en ocasiones, incluso los testigos de la acusación no tienen más remedio que sonreír. Este hombre cae bien. "Lo que hace Brafman es envolver a sus clientes en su propia credibilidad. Los miembros del jurado terminan pensando que el acusado no puede ser tan malo si Ben (como le gusta que lo llamen), habla por ellos", dice un veterano fiscal.

Su currículum no es de los que dejan boquiabiertos. No tiene un título por una universidad prestigiosa ni reputación de buen estudiante. De niño era el payaso de la clase. Iba a una escuela judía ortodoxa y se quedaba dormido mientras impartían algunas clases.

Brafman es hijo de supervivientes del Holocausto. Su padre huyó de Austria en 1939 y se ganó la vida en una fábrica de lencería. Su madre escapó de Checoslovaquia siendo adolescente y fue la única de la familia que no acabó en un campo de concentración. Quedó traumatizada. Cuando murió, en 1996, Brafman la despidió en el funeral con estas palabras: "Mamá, ya no debes tener miedo nunca más".

Creció en barrios duros: Brooklyn, Queens. Empezó a trabajar a los diez años, ayudando en un restaurante. "Ahorré durante años para comprarme una bicicleta. Y me la robaron a los dos días de comprármela", recuerda. En los veranos siguió trabajando de camarero en hoteles para judíos. Cena y orquesta. Una noche que no aparecieron los músicos salió al escenario e improvisó un monólogo. A Brafman le gustó aquello. No tanto lo de contar chistes como lo de hablar ante un público. Descubrió que tenía madera de orador. Y durante un tiempo intentó ser cómico. Incluso imprimió tarjetas de visita y preparó algunos números que ensayaba ante su novia, Lynda. Se conocieron de una manera bastante común en aquella época. "Cuando tenía 14 años", recuerda Lynda, "fui a la sinagoga con mi abuela, que señaló a Brafman y me dijo. ´Ése es el hombre que quiero para ti`". Se casaron muy jóvenes. Y siguen formando un matrimonio sólido. Lynda es bibliotecaria. Tienen tres hijos.

Brafman fue al instituto nocturno. Las notas no le dieron para ingresar en una universidad de élite, así que se sacó el título de Derecho en Ohio. Pero su mediocre pedigrí también lo utiliza como arma. Hace que los miembros del jurado se identifiquen con él. Incluso bromea sobre su corta estatura (1,65 metros). "El fiscal quiere que ustedes crean su historia. Yo también quiero ser diez centímetros más alto. Pero ninguno de los dos se saldrá con la suya". Consiguió unas prácticas de verano en un bufete de Manhattan. "Era muy agresivo. No paró de llamar hasta conseguir una cita y entonces cogió un avión, se plantó en mi despacho y no hubo forma de sacarlo de allí", recuerda uno de los socios. Brafman pasó allí dos años y luego dio el salto a la oficina del fiscal del distrito. "No había caso al que le hiciera ascos", recuerda un colega. "Incluso llevó la causa contra un empleado del servicio de jardines acusado de perjurio por el envenenamiento de palomas. ¿Cómo consigues que un jurado te tome en serio en un caso así?". Ganó, por supuesto. Llevó 24 casos y solo perdió uno. Muchos estaban relacionados con extorsiones de la mafia y corrupción policial. Por las noches cursaba un máster de derecho penal en la Universidad de Nueva York.

En 1980 le pidió prestados 15.000 dólares a su abuelo político y montó un despacho propio. "Comencé a hablar con abogados que conocía. Les decía: ´Si tenéis cualquier caso demasiado complicado, o molesto, o que los honorarios sean muy pequeños, pasádmelo. Yo lo llevaré`". No le importaba hacer el trabajo sucio, aquello que no quería nadie.

Así fue como empezó a llevar casos de la mafia. Saltó a la fama en 1985. Había siete imputados de la familia Gambino, incluido el jefe Paul Castellano, en el banquillo. Brafman representó a uno de ellos, acusado de asesinato y de venta de coches robados. Ni siquiera le cobró. Buscaba publicidad. "Era mi oportunidad de jugar en las grandes ligas". Su defendido fue el único que no acabó entre rejas, a pesar de los 22 cargos que pesaban contra él.

Le empezaron a llover casos relacionados con el crimen organizado. Brafman se hizo experto en invalidar grabaciones policiales que habían tardado meses en conseguirse. Pero los abogados relacionados con la mafia son vistos por encima del hombro en la profesión. Conforme iba prosperando, Brafman se volvió más selectivo. "Represento a grandes empresarios, ejecutivos de Wall Street, abogados, actores, celebridades del deporte. Es muy fácil para un fiscal decir que nunca defendería a fulanito. Pero cuando tienes un despacho privado es muy diferente dejar que se vaya por la puerta alguien con un cheque de 250.000 dólares", reconoció.

Su fama de ´invictus` a veces le juega malas pasadas. Hay quienes se empeñan en ir a juicio y desoyen su recomendación de llegar a un acuerdo. "La gente cree que puede librarse, a pesar de que existan pruebas abrumadoras en su contra. Pero no puedo conseguirlo siempre".


Brafman tiene clara la estrategia para la defensa de Strauss-Kahn. Primero, minar poco a poco la credibilidad de la mujer que lo ha denunciado. Una emigrante africana de 32 años, viuda, de familia humilde, que mantiene a su hija de 15 años y que es considerada una empleada modélica por sus compañeros de trabajo. Brafman ya ha filtrado que ha remitido una carta al juez en la que asegura que dispone de una información que "socava de manera importante" la reputación de la denunciante. Un ardid similar sirvió al equipo legal del jugador de baloncesto Kobe Bryant para intimidar a la supuesta víctima de otra agresión sexual. La chica se negó a comparecer en público ante un jurado. Era superior a sus fuerzas. Es importante desprestigiar a la presunta víctima por dos razones. La primera es que el prestigio de Strauss-Kahn ya está por los suelos. Así que hay que nivelar la contienda. La segunda es que las evidencias de ADN son irrefutables. Sexo hubo. Pero decidir si fue o no consentido es un terreno pantanoso. Brafman no intentará demostrar que el sexo fue de mutuo acuerdo. No le hace falta. Basta con probar que es indemostrable que fuese por la fuerza. Una vez establecida esa duda razonable, ya es una cuestión de palabra. La del poderoso y la de la mucama. Los dos habrán jurado decir la verdad. Pero, como dijo un filósofo, la verdad es una cuestión de matiz y siempre se batirán los hombres en la trinchera sutil de las interpretaciones. En esa trinchera, Brafman ha demostrado ser casi invencible.



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