jueves, 25 de agosto de 2011

Funcionarios de la Iglesia


Me comentaba hace poco Juan Ignacio, uno de mis sufridos seguidores, a propósito del post que escribí acerca de la venida del Papa, lo mucho que a él le parecía un simple espectáculo toda la parafernalia que se montó para el acontecimiento. Cree que todo esto poco o nada tiene que ver con Cristo, con su mensaje, y la prueba de ello es que su padre, al que cuida porque está enfermo de Parkinson, no recibe la comunión de los sacerdotes de su parroquia, que está cerca de su casa, porque dicen que ellos no hacen visitas domiciliarias auque se trate de feligreses enfermos que no pueden desplazarse. Cincuenta años acudiendo a Misa más que religiosamente para luego esto. Es como si asistir a los oficios fuera únicamente nuestra obligación, como mandan los preceptos de la Iglesia, y no pudiéramos esperar nada a cambio.

Yo le dije que en la mayoría de las ocasiones los sacerdotes de la actual Iglesia católica se han convertido en meros funcionarios que se limitan a hacer su trabajo en los estrictos horarios de que disponen y nada más. En el momento que no puedes ir a donde ellos están se acabó la religión para ti: ves las misas por televisión y sólo te confiesan y te dan la comunión cuando te estés muriendo.

Sé que la iglesia puede nombrar a ciertas personas para que lleven la Eucaristía al domicilio de los que están enfermos, pero los sacerdotes no van a ninguna parte salvo, como he dicho, en casos de extremaunción.

Y ciertamente lo que decía Juan Ignacio es cierto: poco tiene que ver el trabajo del sacerdote hoy en día con el mensaje que Cristo predicó. Un cura lo es siempre y en todo momento, las 24 horas del día durante el resto de su vida, incluso aunque colgara los hábitos. No sólo los misioneros dedican todo su tiempo, sin prácticamente horarios, a sus feligreses, si no que debería ser capaz de hacer lo mismo el que está en una parroquia, en lugar de convertirse en un funcionario adocenado que cumple con los mínimos requisitos y vive cómodamente.

De qué sirven tantas prédicas desde el púlpito hablando del mensaje de Cristo en la Tierra cuando ni el mismo sacerdote es un ejemplo vivo de ello. Para qué tantas catequesis, que duran cada vez más, no sé si para hacer desistir a la menguante masa de adeptos que tiene la Iglesia. Para qué tantos cursos prematrimoniales impartidos, como me pasó a mí y a unas cuantas personas más que conozco, por sacerdotes fanatizados que no dicen nada más que barbaridades a cerca del matrimonio, hablando sobre cosas que ni ellos mismos han experimentado y de forma agresiva, terminante, como si nos amenazaran a cada paso con algún castigo divino si se nos ocurriera cuestionar alguna de las aberraciones que dicen. Para qué tantos retiros espirituales, tantas novenas, tantos vía crucis.

Porque ser sacerdote no es un trabajo cualquiera, ni siquiera me parece bien que se les llame funcionarios. No es tampoco un trabajo, es una forma de vida. Y el que no sepa desempeñarlo, con todas sus consecuencias, mejor haría en dedicarse a otra cosa.
El oficio de ser cura en una parroquia puede ser algo mucho más dinámico, más auténtico, incluso más divertido. Acudir a donde están los enfermos, a donde están los más necesitados, a donde están los niños, la gente joven, a todo el que los necesite, que los necesitamos todos. No esperar a que todo el mundo les haga la visita, confinados en iglesias donde las puertas están cerradas prácticamente todo el día, supongo que por temor a robos o a actos vandálicos. Así no me extraña que la mayoría de sacerdotes parroquiales parezca que están como adormecidos, de puro aburrimiento, su fe está anestesiada.

Cristo no se quedó en Nazaret a predicar, recorrió kilómetros en busca de la gente, y la gente le correspondió, terminó por buscarle a Él. Le dije a Juan Ignacio que los curas de ahora son los que necesitan redención, porque viven muy lejos del auténtico significado de la fe cristiana. Y es que la Iglesia está compuesta por hombres y, como seres humanos, somos imperfectos y cometemos errores. Lo que hace falta es saber reconocerlos y enmendarlos. Y ahí tenemos que estar todos, arrimando el hombro.

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