Alucinaba este fin de semana con las noticias que salían en televisión acerca del huracán que azota EE.UU. Se veían las calles de Nueva York desiertas el domingo por la mañana. La ciudad estaba en esos momentos bajo los efectos de una gran tormenta de lluvia y viento que era un adelanto de lo que se avecinaba. Las autoridades habían alertado a la población para que no salieran de sus casas. Tiendas, lugares de espectáculos, metro, autobús, tren, aeropuertos, todo estaba cerrado. Tan sólo algún transeúnte solitario o algún coche.
Las recomendaciones hacían pensar en el advenimiento de una guerra: aprovisionamiento masivo de alimentos, lámparas de camping o velas para los cortes de luz, asegurar los cristales de las ventanas. Se temía por la acción destructiva del viento en los rascacielos. Y por la crecida de los ríos y la marea en los distritos más cercanos al mar. El huracán había perdido mucha fuerza a medida que se aproximaba a Nueva York, pero seguía existiendo mucho peligro.
Me impresionaba sobre todo el hecho de contemplar de esa manera a una ciudad que se ha dicho siempre que nunca está vacía, que nunca duerme, que vive en permanente ebullición. Cuando vemos que algo así sucede nos sentimos inquietos, porque por alguna razón Nueva York se ha convertido en un lugar emblemático, el símbolo de una nación poderosa. Si allí ocurre cualquier cosa mala, lo mismo puede pasar en el resto del mundo. Por eso lo sucedido con las Torres Gemelas causó tanto impacto, además de por tratarse de un hecho dantesco sin precedentes. Los terroristas apuntaron premeditadamente al corazón del mundo.
Y realmente, viendo esas imágenes por televisión de las calles desiertas, parecía como si hubiera llegado el fin de los tiempos, como en esas películas de catástrofes en las que recrean mil y una veces un Nueva York devastado, asolado por incontables desastres, naturales o no. Observar esas calles vacías con los anuncios luminosos funcionando sin parar, technicolor del neón, y sin nadie que los mirara sobrecogía.
Pero para imágenes anodinas las del tsunami de Japón. Todavía meses después siguen circulando videos de todas clases en los que se puede contemplar la magnitud de la tragedia desde muchas perspectivas distintas, por si no nos hubiéramos hecho ya una idea. Hace poco me mandaban uno que me dejó sobrecogida. El que llevaba la cámara de video estaba subido a una zona elevada cerca de la costa desde la que se contemplaban las casas de una pequeña población japonesa, atravesada por un río. En un momento dado algo empezó a cambiar en el tranquilo paisaje rural. Una gran masa de agua que apenas se vislumbraba a lo lejos comenzaba a meterse tierra adentro anegando todo lo que encontraba a su paso, y se iba acercando, al principio parecía que muy lentamente, después se comprobaba que a gran velocidad.
A medida que avanzaba, y cuando aún no se veía bien lo que estaba pasando por la lejanía, iban apareciendo zonas de las que salía humo, como si se hubieran declarado pequeños incendios. Cuando la creciente masa de agua llegaba a las proximidades del cámara, éste subió a un lugar un poco más elevado y siguió tomando imágenes. El río se convirtió en una ola grisácea que rebasó los límites de su cauce y se unió al resto de la marea en su acción devastadora, arrastrando consigo en una corriente monstruosa todo lo que encontraba a su paso.
Era muy curioso ver cómo arrancaba las casas y se las llevaba flotando como si fueran cajas de cartón. Me imagino que estas viviendas construidas con madera y sin cimientos es muy fácil que cualquier fenómeno de la Naturaleza se las lleve por delante. Algunas personas habían salido de ellas casi al mismo tiempo que llegaba el agua, y subían corriendo por la ladera de la montaña hacia donde estaba el cámara. Pero tampoco corrían muy deprisa teniendo en cuenta lo que se les venía encima, quizá porque el shock hacía que estuvieran como sonados.
Una persona intentaba ayudar a una mujer a salir de la corriente, mientras ésta se agarraba a donde podía, pero sin demasiada convicción por ninguna de las dos partes. No había aspavientos ni parecía haber demasiado terror. Era, como digo, como si estuvieran bajo los efectos paralizantes de la sorpresa y el estupor. El ruído que hacía el agua debía ser atronador, aunque en el video casi no se apreciara.
Parece que la Naturaleza reparte palos a partes iguales. Ya estábamos hartos de ver azotadas siempre tierras en las que ya de por sí reina la pobreza. Ahora dos fuertes de la economía mundial, EE.UU. y Japón, han visto golpeada la seguridad de sus defensas por enemigos que no son humanos. Tenemos que protegernos, dicen mientras aumentan su arsenal nuclear y entrenan a sus ejércitos, siempre con el dedo cerca del botoncito rojo. Pero cuando sobrevienen catástrofes como éstas, de qué les sirve tanto armamento y tanta milicia. En qué se queda el poder de los hombres frente a la fuerza de los elementos.
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